La tumba ideal
Por aquellos días buscaba temas, historias, tener algo sobre lo que escribir. En Saint-Malo iba a encontrarlo. Llegué a la ciudad bretona bajo los fuertes efectos de una droga que sin duda hoy en día la consellera Tura me reprocharía. Llegué muy colocado y vi que en la inmensa playa de Saint-Malo había marea y la gente se dedicaba pacientemente a recoger los frutos que el mar había dejado. Yo no estaba para movimientos pacientes y me adentré nervioso en el mar, fui hacia el pequeño islote que veía en el horizonte. Al llegar a él, al islote del Grand-Be, vi que allí estaba nada menos que la tumba de Chateaubriand. Me impresionó bastante, sobre todo porque me pareció que estaba ante la tumba ideal. De día, se encontraba a la vista de todo el mundo y se podía llegar andando hasta ella. Al atardecer, el oleaje lentamente la cubría, y la tumba pasaba la noche bajo el mar. No había visto monumento funerario igual. Era como si existiera la posibilidad de ser enterrado sólo a medias. Con una tumba así, uno no se moría del todo. Sucedió que, dado el estado en el que me encontraba, no caí en la cuenta de que el oleaje estaba ya comenzando a cubrir la tumba y por poco la tumba de Chateaubriand se convierte en la mía.
En los días que siguieron, a mi regreso a Barcelona, di la lata a todo el mundo en torno al tema de la tumba ideal. Entre los honrados ciudadanos que tuvieron que escuchar la historia de la tumba estaba el futuro editor Jaume Vallcorba, que ahora acaba de publicar en dos tomos Memorias de Ultratumba de Chateaubriand, un escritor que a mí en esos días me sonaba a hombre cargado de medallas y méritos literarios plúmbeos, personaje solemne y grandilocuente. Y si bien es cierto que tuvo bastante de todo esto, también lo es que en Memorias de Ultratumba inventó la melancolía moderna. Y es más, creo que en ambos libros podemos encontrar el más perfecto ejemplo de hasta dónde fue capaz de llegar la gran prosa francesa que inauguró Montaigne. Pero, durante mucho tiempo, leer a Chateaubriand me parecía que tenía que ser un tremendo castigo, la más mortal de las pesadillas reales. Ahora me parece exactamente lo contrario.
"Descansaré, pues, a orillas de ese mar que tanto he amado", escribe Chateaubriand en sus Memorias. La prosa de este escritor es impecable, inteligente, intensa. Como le oyera decir en cierta ocasión a Álvaro Mutis, la prosa de Chateaubriand templa el espíritu. Y es verdad. Lo templa, por ejemplo, cuando oímos decir a Chateaubriand, al final de Memorias, que él se ha encontrado entre dos siglos como en la confluencia de dos ríos y se ha sumergido en sus turbias aguas, "alejándome a mi pesar de la antigua ribera donde nací y nadando con esperanza hacia una orilla desconocida". Es un gran escritor. Con su anticipación en el fenómeno de la memoria afectiva, anuncia a Proust. Y si bien es cierto que, como ya escribiera mi amigo Arturo Ramoneda, reitera demasiado a lo largo de Memorias su exagerado sentimiento del honor y el elevado concepto que tiene de sus contribuciones a la historia de la humanidad, también lo es que la acritud y el sarcasmo, su irónico lenguaje, es extraordinariamente moderno, como lo demuestra que estemos ante una imitadísima cumbre del género memorialístico. Es, por otra parte (atención al orientador y excepcional prólogo de Marc Fumaroli), un libro más que curioso, pues si bien es sabido que nadie escribe mejor por el hecho de saberse con toda seguridad a las puertas de la muerte, sorprende ver que, con su voz de ultratumba, Chateaubriand fue la excepción que confirma la regla.
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