Años muertos
Si existiera un cementerio para los años que caducan, 2004 merecería una lápida negra y ensangrentada. Un cementerio así podría incluirse en las guías de turismo mortuorio, esas rutas documentadas que recorren las distintas necrópolis del planeta. Hay auténticos especialistas en la materia, obsesionados en visitar tumbas con la devoción de un peregrino. Si entras en su juego, estás perdido: intentan convencerte de que no hay nada más gratificante que visitar cualquiera de los 43.000 cementerios de Francia, la tumba de Van Gogh o el camposanto judío de Praga. Hace años fui víctima de uno de esos macabros coleccionistas. Insistía en que le acompañara al cementerio de Montparnasse donde, por lo visto, deseaba extasiarse ante un monumento de Brancusi. Intenté escaquearme pero su poder de convicción le pudo a mi capacidad de resistencia. Por el camino, me habló de la muerte, de los cementerios, de Chateaubriand y de Memorias de ultratumba.
Los años muertos también suelen llevarse algunos de nuestros recuerdos y soy incapaz de recordar si me gustó el monumento de Brancusi. De Chateaubriand, en cambio, sí averigüé que es un pedazo de filete de buey de 300 a 400 gramos que requiere de una cocción especial y que suele acompañarse con unas patatas y unas cebollitas llamadas échalottes. Por lo visto, se llama así porque el cocinero del autor de Memorias de ultratumba, un tal Montmirail, le preparaba este plato y de allí le vino el nombre. Normalmente las recetas suelen llevar el nombre de quien la prepara pero, en este caso, el honor recayó en el comensal, como ocurre con algunos platos de restaurantes barceloneses, bautizados en honor de algún político, cantante o waterpolista.
En cuanto a la vida de François-René de Chateaubriand, es lo bastante interesante para resistir cientos y cientos de páginas (primera edición recientemente agotada, por cierto, para que luego digan que nadie lee) sobre un personaje que supo ganarse, además de la posteridad literaria y gastronómica, una tumba digna de ser visitada. Versalles, América, Alemania, Inglaterra, Italia, Grecia, Turquia, Jerusalén, Bélgica son algunas de las paradas anteriores a esta última, en Saint-Malo. Su epitafio escrito, y ahora reeditado, nos informa sobre la personalidad del fallecido, marino, viajero, soldado herido, exiliado, pobre, rico, revolucionario, religioso. No siempre tuvo éxito. Cuando se publicaron estas memorias que ahora visitamos como si de un monumento se tratara, Benjamin Constant dijo: "Para distraerme de otras locuras, leo a Chateaubriand. Resulta dificil, cuando uno intenta encontrar palabras afortunadadas y frases sonoras, no lograrlo de vez en cuando; pero la mayor parte del tiempo es un galimatías absoluto". El historiador F. T. Perrens tampoco se mordió la lengua: "El talento literario está en declive; jamás se había visto tanto mal gusto, tanta puerilidad, tantas cosas raras". Y Félicien Pascal, en La Revue Hebdomadaire, escribió: "Su fama pasará como tantas otras, y dudo de que lo lean dentro de 50 años". Como ven, los pronósticos también mueren, así que, en estos días de videncia institucionalizada bajo el peligroso epígrafe de previsiones, procuremos evitarlos y, para reponernos de tanta locura, devoremos cuantos chateaubrianes (de buey o de papel) nos pongan por delante. Por cierto: la palabra buey tiene una etimología que ha dejado huella en diferentes lugares del mundo, algunos tan literarios como Oxford o el Bósforo (para más información sobre animales y etimología, no se pierdan L'etonnante histoire des noms de mammifères, de Henriette Walter y Pierre Avenas).
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