Decoración
Debemos aceptar un pacto con los amigos a que visitamos y tratar de asumir que esas estridentes bombillas que decoran las casas por navidad, junto a los lazos púrpuras tendidos alrededor de un árbol muerto, tratan de demostrar entusiasmo, unción, regocijo, y no competir con una barra americana o una tienda de productos orientales en busca de clientela. Atrás quedaron los tiempos sobrios de nuestros mayores, cuando los vestíbulos se maquillaban someramente con un belén o cuatro figuras hieráticas que circundaban a un niño de porcelana: ahora las navidades parecen traernos una especie de certamen eléctrico, en que cada domicilio, municipio y aun vehículo luchan por sobreponerse al resto y demostrar al mundo cuál es la cantidad extrema de lucecitas, adminículos inútiles y quincalla que la retina humana puede soportar sin sufrimiento. De niños nuestros ojos todavía son jóvenes y disfrutan con todo el elenco de colores y chispas que llena el salón: mis hermanos y yo nos dedicábamos a engalanarnos con las guirnaldas plateadas que colgaban del abeto de plástico importado por mi padre de Canarias, y nos arrojábamos por encima de la mesa, sin importar que las botellas de champán corriesen peligro, un voluminoso Santa Claus hinchable que la abuela nos había hecho llegar, junto con las felicitaciones, pocos días atrás. En el cerebro promiscuo de los niños, y sólo en él, no existen discrepancias entre el Niño Jesús y la estética de la discoteca de pueblo, y pueden convivir sin fricciones el papel de aluminio y las tropas de Herodes: por eso, recuerdo, nos gustaba prestar un poco de sofisticación al nacimiento haciendo que nuestros soldados de juguete acudieran también a adorar al Salvador con sus metralletas y cascos. Pero una vez adulto, uno no puede evitar reflexionar que el único sentimiento unánime que desata la navidad en los corazones es el del mal gusto, y que resulta más saludable pasar las fiestas con los ojos cerrados.
Todas estos pensamientos me brotan de los dedos a vuelapluma, mientras rememoro mi paseo de la otra tarde hacia casa de mis padres, que viven en una localidad contigua del Aljarafe sevillano. Gracias a ese deambular en medio de casitas prefabricadas y un invierno de los que cortan el aliento como un bisturí, pude constatar cuál es el artículo que esta navidad se lleva el trofeo en asuntos de decoración: el Santa Claus que trepa por los balcones. Sobre la mayor parte de las fachadas que iba atravesando se repetía la misma escena: una especie de cadáver desmadejado, vestido de sangre, con un saco al hombro, acababa de abandonar la tumba y se precitaba sobre la terraza de una familia incauta, dispuesto a consumar una oscura venganza. Había algo macabro en aquel cuerpo, y suspiré con alivio al comprobar que mis padres todavía se limitaban a las tradiciones prostibularias de la brillantina y las bombillas intermitentes. Luego, siempre que he vuelto a sorprender el mismo fantasma escalando el pretil de una casa desprevenida, me he preguntado por los motivos de mi desasosiego; y he llegado a la certeza de que lo que me desvela no es el muñeco ni su método torpe de invasión, sino las ropas escarlatas, la barba, los villancicos, las cenas familiares, las compras de última hora, todo lo que ese zombi transporta en el saco: las terroríficas navidades que también se cuelan a traición en casa por la misma terraza sin la debida defensa.
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