La crisis política del poder judicial
En el funcionamiento de la Justicia se aprecian dos facetas: la resolución de los diversos procesos por los jueces con arreglo a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico y el gobierno del Poder Judicial, que aunque diferentes se encuentran interrelacionadas. Cada una de ellas tiene su propia problemática. Nadie cuestiona que los jueces han de ser independientes y estar, como tales, desvinculados de toda conexión con partidos, grupos o asociaciones, a reserva, como es natural, de sus opciones como ciudadanos. Aun así es difícil evitar que su ideario no sea influyente en los asuntos con carga ideológica. El problema es más complejo cuando se trata del gobierno de los jueces como titulares de uno de los poderes del Estado democrático. Aquí nos limitaremos al análisis de algunos aspectos de mayor actualidad de esta problemática. Los recientes enfrentamientos en el CGPJ con motivo de los últimos nombramientos, entre ellos el de presidente del TSJ de Cataluña, ha puesto, nuevamente de manifiesto la cuestión de la naturaleza de ese poder del Estado así como la de sus relaciones con los restantes poderes. No se duda de que los poderes legislativo y ejecutivo son políticos: sería impensable que las Cortes o el Gobierno no se correspondieran con el resultado de las elecciones. Pues bien, esto es, precisamente, lo que ocurre con el CGPJ, al ser su composición producto de unos resultados electorales anteriores y no ajustados a la actual voluntad mayoritaria de los ciudadanos. Esta situación, deseada por la Constitución, origina, sin embargo, importantes -y lógicas- tensiones en el seno del Consejo y en sus relaciones con los otros poderes. La explicación se encuentra en el principio de separación o equilibrio de poderes. Ofrece poca discusión que el CGPJ es un órgano político-administrativo peculiar, que rige un minipoder, desajustado de los otros poderes del Estado, carente de operatividad y políticamente irresponsable de su gestión en las materias de su competencia: nombramientos, inspección de tribunales, responsabilidad disciplinaria, formación continuada de jueces, etcétera. Así es. Los intentos de despolitización del Consejo han fracasado y seguirán, a buen seguro, fracasando por imposibles y por ser contrarios a su naturaleza. Otra cosa es que la función política del Consejo pueda ser ejercitada de una forma o de otra. Lo que se nota más a faltar en sus componentes es una actuación conforme a criterios propios y objetivos. No es obligado, tampoco, como sucede normalmente, que sus miembros demuestren siempre una fidelidad total al partido político al que deben su designación, dando alas a los que opinan que actúan por agradecimiento o con miras a otros futuros nombramientos. Administrar el presente, con espíritu de servicio público constituiría una buena regla de conducta. Esta preocupación se detecta, igualmente, en otros ámbitos del sector público. Sería bueno introducir un Estatuto de ex altos cargos con el fin de paliar esta inquietud. Se puede discrepar escapando de mecánicas adhesiones que, en definitiva, provocan el descrédito de la institución e, incluso, su inutilidad. El Gobierno, por el hecho de serlo, no goza de infabilidad pero tampoco, en todo caso, está inmerso en error o desacierto. Esta situación no es satisfactoria. Hay que abordarla a fin de solucionar entre otros problemas, el actual desgobierno de la justicia causado paradójicamente por la multitud de sus gobernantes: las Cortes, el Gobierno, las comunidades autónomas, el CGPJ, las salas de Gobierno, las juntas de jueces, los jueces, los secretarios...
Resultado: la casa sin barrer o lo que es lo mismo: los derechos de los ciudadanos, mal atendidos, en el mejor de los casos y el prestigio de las instituciones por los suelos. Todo parece indicar que la Constitución de 1978 se quedó a mitad de camino entre el modelo tradicional de gobierno de la justicia, su sometimiento al Poder Ejecutivo y la configuración del Poder Judicial como titular auténtico de uno de los poderes del Estado. De esos lodos vienen las presentes tempestades. Hay dos puntos clave cuya indefinición dificulta el logro de la solución adecuada.
El primero es si la composición del CGPJ o la adopción de sus acuerdos han de reflejar el pluralismo social o el existente en el seno del Poder Judicial. Causa perplejidad que se defienda ésta última
opción si se atiende a que la Justicia es del pueblo y los jueces son, simplemente, sus administradores según el art. 117.1 de la Constitución. El segundo estriba en determinar hasta qué punto la separación de poderes permite que el órgano de gobierno de los jueces esté vinculado en alguna medida a las Cortes, tanto en su composición como en el control de su gestión. Estamos, no se oculta, ante un problema lleno de dificultades pero es necesario despejar la actual confusión si, de verdad, se quiere un Poder Judicial merecedor de esta denominación. El legislador dispone de varias opciones: una, el establecimiento de un verdadero Poder Judicial sometido a los principios y reglas del Estado democrático, con valentía y sentido de futuro. El primer paso habría de estar encaminado a regularizar / racionalizar la situación presente con una nítida distribución de competencia entre el Estado central, el CGPJ, las comunidades autónomas y unas salas de gobierno renovadas. El segundo -más urgente- ha de estar dirigido a la introducción para el nombramiento de los cargos judiciales de un sistema público, contradictorio y transparente basado en criterios de mérito y capacidad. Es necesario acabar con los actuales amiguismos, afinidades y secretismos. El proyecto del Gobierno de reforzar la mayoría necesaria para el nombramiento de los magistrados del TS y de los presidentes de los tribunales superiores de justicia, de aprobarse, obligará, ciertamente, a que los sectores del actual Consejo alcancen el correspondiente consenso pero al precio, a buen seguro, de lentificar los nombramientos y de dificultar / impedir el de los candidatos de mayor relieve. Más que de cambios legales se necesita de reformas en los comportamientos.
Existen otras alternativas, como el retorno al modelo preconstitucional de la justicia o dejar las cosas como están que, respectivamente, por infausta memoria, o por frivolidad, no deberían ser contempladas. Así sea.
Ángel García Fontanet es magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña y presidente de la Fundació Pi i Sunyer.
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