La escuela no lo puede todo
No cabe duda de que una parte muy importante de la transformación de nuestra sociedad se debe a la escuela. Por ello, no es de extrañar que sigamos confiando en ella para conseguir los cambios que todavía no hemos logrado, desde la movilidad social, la igualdad de oportunidades y la competitividad económica hasta la tolerancia y la integración social. La violencia doméstica, decimos, debe combatirse desde la escuela, lo mismo que la exclusión social o el desempleo. Excelente ideal, pero... ¿lo lograremos?
Leía hace poco un artículo escrito por Molly O'Brien, una profesora de la Universidad de Akron (en Estados Unidos), a propósito del medio siglo de una célebre sentencia, Brown vs. Board of Education, que puso fin a la discriminación racial en las escuelas norteamericanas. Romper la discriminación en la escuela era, en 1954, algo justo y necesario que, se esperaba, traería consigo un profundo cambio en la sociedad. "Los chicos que iban juntos a la escuela aprenderían a valorarse y entenderse entre sí. La experiencia en la escuela haría imposible que un chico blanco negase la dignidad esencial de su compañero negro... Del mismo modo que el chico es el padre del hombre, la escuela sería la madre de una sociedad mejor, menos racista".
La profesora O'Brien reconoce los muchos éxitos que se derivan de aquella sentencia, pero sus conclusiones son menos optimistas. "No podemos", dice, "simplemente reformar las escuelas y esperar que de ello resulten cambios sociales y políticos. En su lugar, hemos de esforzarnos por conseguir más igualdad y cohesión en la sociedad, si esperamos conseguir la igualdad de oportunidades en la escuela. La reforma educativa no puede tener éxito si no se produce la reforma social que la apoye".
Me temo que ese diagnóstico se aplica también a la sociedad española. Queremos que los niños mejoren en democracia, y para ello les explicamos la Constitución en las escuelas; queremos que sean más cuidadosos con el medioambiente, y les damos clases sobre conservación de la naturaleza; queremos que acepten una sociedad multicultural, y les enseñamos las costumbres de otras gentes... Todo lo cual está muy bien, pero no es suficiente.
Muchas familias delegan en la escuela la labor de educar a los niños en casi todas las facetas de su vida, pero no siempre acompañan esa educación formal con el desarrollo de las actitudes y los valores correspondientes. Nos alegra ver en la televisión a niños que juegan a respetar las reglas de tráfico en un circuito de juegos, pero ¿qué ejemplo reciben de sus padres cuando salen con ellos el fin de semana? Y ¿quién gana en esta pelea?
Es importante que la escuela transmita la cultura y los valores de la convivencia social y política, pero no basta. Siempre hemos confiado mucho en la escuela, y es lógico, porque se nos ha dicho que tiene un gran poder transformador. Basta fijarse en el cambio experimentado por nuestra sociedad, al tiempo que el crecimiento económico iba acompañado de la consecución de niveles superiores de escolarización y desarrollo educativo. "De acuerdo con la mitología de la escuela pública, dice la profesora O'Brien, de ella se esperaba que proporcionase cohesión social, autocontrol, libertad intelectual, participación democrática, eficiencia económica, seguridad nacional e igualdad de oportunidades".
¿Por qué se queda corta la educación, a la hora de conseguir esos ideales? ¿Por falta de medios? ¿Por limitaciones de los maestros? ¿Por planes de estudio inadecuados? Si no entendemos la causa profunda de nuestros males, nunca los corregiremos. El artículo repetidas veces mencionado nos ofrece una clave: la escuela norteamericana no ha conseguido la igualdad porque "la igualdad no es el interés principal de la mayoría de padres y estudiantes.
Más bien, lo que muchos de ellos valoran en la educación es que proporciona la esperanza de una movilidad social ascendente, y un seguro contra la movilidad social descendente. El fin de la mayoría de padres y estudiantes es
la ventaja competitiva, no la igualdad".
Si esto es verdad también en este país, la capacidad transformadora de nuestro sistema educativo será siempre limitada: conseguirá lo que la sociedad le pida, que será seguramente poco, sobre todo si insiste en la ventaja competitiva, y no en una formación humana y social más completa. E insisto, no por falta de medios o de capacidades educativas -o no sólo por ello. "La escuela", dice la profesora O'Brien, "como institución, no es apta para la tarea de transmitir valores ajenos a la cultura dominante. No puede ser creadora de cambio social porque es el lugar en el que la sociedad transmite sus valores a la siguiente generación. Las escuelas reflejan, como un espejo, la sociedad, no la transforman". Más claro, el agua.
Antonio Argandoña es profesor de economía del Instituto de Estudios Superiores de la Empresa (IESE).
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