Talento y recuerdos
La obra, casi inclasificable, es un duro monólogo gestual, físico, de gran entrega. Su creador e intérprete es un artista que ha pasado por la danza contemporánea, la música y el teatro; tras la hora larga que dura, el agotamiento se hace extensivo desde la escena hacia el patio de butacas. ¿Por qué? Pues, en primer lugar, por un instinto, un imán que a la vez es distancia. El resultado es conmovedor, amargo, lleno de verdades y de una rara intensidad.
David Fernández se dio a conocer con Olga Mesa en un espléndido espectáculo en el teatro Pradillo hace unos años; allí tocaba el violonchelo desnudo, pero con calcetines blancos; eran improvisaciones con efectos. Luego, su trayectoria le ha llevado al experimento tangencial, que no marginal, siempre acompañado del violonchelo (su otra voz), instrumento al que saca mucho partido y del que se le siente devoto.
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Coreografía, música e interpretación: David Fernández. Sala Triángulo. Madrid, 23 de diciembre.
Esta vez es eléctrico (una herejía en sí mismo, que el artista decora con trozos de tebeos: un intento de vulgarización), con un sintetizador acoplado y sobre el que se articulan las siete escenas, donde hay rap de su propia cosecha, materiales gestuales, frases lapidarias ("siempre es tarde") y un trufado de cultura pop que se resuelve con ironía, humor y una catarsis probablemente más moral que práctica. David está vestido, pero desnudo otra vez.
Lo que hace es desenvolver lo autobiográfico en una suerte de negación escénica, ritualizada por momentos. Él es un performer seductor, un animal escénico que usa la propia desesperación como argumento y como forma; sus dudas están expresadas a través de un desastre, un caos donde nada a contracorriente.
Extenuación
Sardónico, sin respiros, el monólogo interior es un hábil estudio de las cosas, una arquitectura deconstruida a voluntad. Se oye la radio (lo que puede ser la actualidad, los fantasmas comunes) y eso sirve de andamiaje al recorrido del artista por sus siete vidas (siete logias, siete maneras de morir), las va agotando con la prédica y el gesto, un ciclo vital y simbólico que desemboca en la extenuación, el silencio y el oscuro final.
Esta primera experiencia en solitario de David Fernández satisface, debe verse como lo que es: un espejo que no devuelve sonrisa sino deseo inconforme, ansia. Aún podrá verse el día 30 de este mes. Vale la pena.
Babelia
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