En alta mar
Todo comenzó cuando hacia el atardecer desperté de la siesta y vi que el ojo de buey dibujaba un rectángulo azul mustio en una pared del camarote. En medio de la confusión del que acaba de despertarse, recordé que el día anterior un amigo del otro lado del mar me había escrito un e-mail en el que me contaba lo mucho que había disfrutado leyendo la historia de la catástrofe del Titanic. "Del otro lado del mar", musité medio dormido y restregándome los ojos en medio de mi modesta confusión. Recordé imágenes del Titanic y luego, al mirar distraídamente hacia mi mesita de noche, vi que ahí seguía Pirates de la llibertat, de Xavier Montanyà, un libro con interesantes datos acerca del ya casi olvidado secuestro en el Caribe, en enero de 1961, del trasatlántico de bandera portuguesa Santa María por parte de un grupo de antifascistas gallegos y portugueses que pretendían llamar la atención sobre los regímenes dictatoriales de España y Portugal.
Aún medio dormido, recordé que la historia del Santa María (un trasatlántico al que los piratas de la libertad, dirigidos por Enrique Galvao, rebautizaron Santa Liberdade) había sido pasada al cine recientemente por Margarita Ledo, que había sabido reconstruir con talento la historia de aquella -tal como la calificaron algunos en su momento- "aventura heroica". Santa Liberdade era precisamente el título de esa película que recordé que en su momento me había interesado mucho. Recordé esto y de pronto vi que había cuatro asuntos que parecían tener unos ciertos puntos en común: el Titanic, el secuestro del Santa María, el hecho mismo de que estuviera despertándome en un trasatlántico, y finalmente la casual casualidad de que el día antes de embarcarme había visto la película de Gore Verbinski Piratas del Caribe.
Tuve la impresión de que todo esto se había conjurado para dictarme la historia de un cuento hermético y sin apenas acción que el lector ahora está leyendo y que, según creí entender en aquel momento, tenía que nombrar el mundo de los piratas y también el de los trasatlánticos. Las siestas dictan cuentos, pensé. Como si alguien quisiera confirmarme esta impresión, abrí una revista y encontré allí de golpe un anuncio de un ron caribeño que me trajo de inmediato a la memoria aquella canción de La isla del tesoro, la canción del pirata: "Quince hombres sobre el cofre del muerto, / ¡Ah, ja, jai! / ¡Y un gran frasco de ron!".
Me levanté, me lavé con fuerza la cara, como si pretendiera lavar a conciencia la historia de mi vida. Pero sentí poco después que seguía igual de medio dormido. Salí a cubierta y, al contemplar a los pasajeros que estaban junto a la piscina, me parecieron divididos en dos antiguos bandos: el pulcro y el piratesco. Y esa radical división me trajo el recuerdo de mis días adolescentes, de cuando la lectura de La isla del tesoro me había llevado a dividir el mundo en seres pulcros como el doctor Livesey ("aseado y sanote como sus cabellos empolvados", se lee en la traducción de Gaziel) y sucios y misteriosos piratas, embrutecidos ante sus vasos de ron. El mundo para mí era entonces así de sencillo, pensé. Era tan sencillo y misterioso como un despertar en alta mar, pensé. Luego me zambullí en la piscina y, al salir de ella, seguía medio dormido cuando oí unas risas sobre el cofre de un invisible muerto y descubrí que aquellas carcajadas me resultaban demasiado familiares. La vida es rara, pensé. Y me dirigí hacia el gran bar del trasatlántico a vaciar una botella de ron. Para entonces, aunque el bar estaba muy abierto, el cuento ya estaba cerrado.
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