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Columna
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Las lágrimas de Pilar

Rara vez la política araña las paredes del alma. Quizá porque, vestida con los rigores de la apariencia (sobre todo parecer, más que ser...), atrapada en las convenciones retóricas que la obligan a moverse en las fronteras de lo correcto, enfajada en el corsé de los intereses, no sabe cómo permitirse los sentimientos. Sé, por propia experiencia, que la mayoría de los políticos llegan a su práctica desde el entramado de convicciones que configuran una ideología, pero la práctica tiene su propia inercia y los aleja de las emociones, les recorta las paredes blandas, tapia las zonas íntimas donde habita la debilidad. Un político no puede llorar, ni dudar, ni equivocarse, dotado de la infalibilidad cósmica que tiene su partido, su ideología, su postura. Miren ustedes a José María Aznar, cuya virginidad en el terreno del error lo acerca a la teología, abandonado su carácter de líder y transmutado en Mesías. "¿Nosotros? ¿Un error? Anda que le voy a dar a usted un titular", dijo el susodicho en la maratoniana sesión parlamentaria que protagonizó. Y miren también a Josep Lluís Carod Rovira, que acaba de pedir perdón un poquito, pero a medias, como si uno pudiera estar medio embarazado. En su caso, el error estratosférico de cabrear a los ciudadanos de Madrid aprovechando el Pisuerga no ha sido reconocido como un error de pensamiento, sino de oportunidad. "Dije en voz alta lo que muchos pensaban, pero el error fue no recordar que un político no puede decirlo". No señor mío, usted no se equivocó de palabra, sino de todo: de idea, de enemigo, de estrategia, de formas, perpetuando una imagen maleducada y antipática de la reivindicación catalana que contamina la imagen global de Cataluña. Sin embargo, y después de haber montado un lío de tres pares..., de tener al sector del cava en pie de indignación, de no conseguir alimentar la victimología, de haber despertado nuevamente las huestes del Mío Cid mediático y de obligar al buenazo de Maragall a excursionar por Madrid y protagonizar la penosa acción de una especie de contrición pública (los catalanes somos buenos, de verdad, os queremos a los de Madrid, etcétera), después de todo, tarda mil años en salir para decir, con sorna y riendo, que no pensó mal, sino que tenía que callárselo. Hay momentos, en la política, que concentran mucha vergüenza ajena.

Ahí están, pues, generalmente subidos en su ego, más divinos que terrenales, alejados de las debilidades del mundanal ruido (aunque algunas debilidades les puedan atraer notablemente), siempre sonrientes y siempre inaccesibles. Por supuesto, hay de todo como en botica. Y parte de la gracia de Rodríguez Zapatero, por ejemplo, es su carácter de héroe humano, capaz de cansarse y plantar a los pobres polacos, como una especie de Tirant lo Blanc que mata malvados, salva princesas y se muere de gripe. Pero como código general de comportamiento, el político va por la vida bastante sobrado y está tan rodeado de pelotas que le besuquean el ego, que llega a perder el sentido real de su papel. Por eso fue tan importante la intervención de Pilar Manjón en sede parlamentaria. Porque les retornó, por un momento único y privilegiado, a su condición terrenal. Les recordó que las iniciativas parlamentarias no tienen sentido por sí mismas, ni forman parte del frontón, ese deporte nacional de los partidos, ni están para servirse, sino que su único sentido tiene que ver con el dolor y el amor, con la vida y la muerte, con el bienestar y el malestar, lisa y llanamente con la gente. "¿De qué se reían, señorías?". Y los pobres se reían de su propia gracia, porque viven tan ausentes de tantas cosas, que llegan a creer que su dinámica política es la dinámica del mundo. Y hay muchas veces que el mundo se ha apeado de ellos.

Sé que podríamos decirle a Pilar que generalizó más de la cuenta. Que no toda la prensa ha gorroneado, embrutecido y jugado con el dolor. Que ha habido políticos más morales que otros, que no todos han usado el nombre de las víctimas en vano. Pero es igual porque lo fundamental de su comparecencia fue la irrupción de los sentimientos en una comisión que los había olvidado, y ésta fue una irrupción tan abrupta, intensa, profunda e inesperada, que los dejó en estado de choque. Por un ratito. Por un bello, extraordinario y huidizo ratito. Como si entrara la poesía en los campos yermos. Como si entrara el amor en los diques secos. Como si entrara el dolor allí donde sólo habita la soberbia. Pilar retornó las palabras a su sentido y, con ella, las víctimas finalmente tuvieron su lugar en la tierra parlamentaria. No sé si su efecto durará mucho tiempo. Pero tengo la impresión de que consiguió arañar más de un corazón y bajar de las nubes a más de un parlamentario. Las lágrimas de Pilar se fusionaron con las lágrimas de Labordeta, y ese fue el punto de unión entre los políticos y la única verdad que les da sentido. Quienes hayan asumido la catarsis de ese momento saldrán de ella siendo más grandes.

Gracias a Javier Sendra, un lector amable e informado, recibí la intervención entera de Pilar y la pude disfrutar con la tranquilidad pausada que da la lectura. No sobraba una coma, ni faltaba un punto. ¡Qué sensibilidad en los adjetivos, qué emoción en cada verbo, en cada sustantivo, en cada palabra! ¡Qué gramática para explicar la muerte! ¡Qué dominio del diccionario de la vida! Pilar no sólo es una madre cuyo hijo no cumplirá 21 años. Fue, ese día, la madre de todos, el dolor de todos, la conciencia de todos, y por ello es, desde ese día, el rostro de la verdad del 11-M. Un rostro que mira de frente a cada una de las mentiras dichas y las acusa. "¿De qué se ríen, señorías?".

Pilar Rahola es periodista y escritora. www.pilarrahola.com

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