Ruido
Tenemos una idea del silencio como una especie de paraíso perdido en el que los primeros sonidos equivalían a categorías muy puras de la mente. Todavía quedan en el mundo refugios preservados donde a veces puede oírse el golpe seco de la azada contra la tierra o las pisadas crujientes sobre el lecho de hojas que ha dejado el otoño en los bosques y el ladrido lejano de los perros por la noche en una masía. Hay sonidos que guardan en su interior el relato completo del mundo: sonidos balbucientes como las primeras palabras de un niño, sonidos claros igual que una cascada o herméticos como el crepitar de los troncos en una chimenea; sonidos que tienen algo de estreno igual que la nota arrancada a una flauta de boj que estuvo en el origen de la música, porque a partir de ella el hombre aprendió la noción de cadencia, de escala y de tono. Entonces el silencio era una aspiración humanista ligada a la emoción y a la inteligencia y no una utopía anacrónica como ha llegado a serlo hoy en nuestra civilización acústicamente contaminada. Según los científicos el umbral del dolor se halla en los 145 decibelios que es una medida que hace brotar de los oídos un tiernísimo capullo de sangre. El silencio, por el contrario, sólo sabemos cuantificarlo negativamente, es decir, consideramos que únicamente se puede llegar a él por eliminación del ruido. O al menos era así hasta hace poco.
Las últimas tendencias científicas están centrando la investigación en la manera de producir silencio a voluntad de un modo positivo y en cualquier lugar ruidoso, del mismo modo que se puede producir un estruendo en cualquier paraje tranquilo. Al parecer, para anular el ruido bastaría con producir unas ondas que tuvieran exactamente la misma longitud, volumen e intensidad que el sonido que se pretende contrarrestar y éste quedaría automáticamente suprimido. Según esta teoría no habría ninguna razón para que una ciudad no tuviera a la vez silencio y ruido, del mismo modo que hay frigoríficos y aparatos de calefacción.
Este planteamiento parece bastante curioso a primera vista y podría incluso llegar a seducirnos intelectualmente, pero si se analiza en profundidad, uno empieza a sospechar que el interés por fabricar silencio industrial como si fuera cemento, en lugar de tratar sencillamente de omitir ruidos en las grandes ciudades, encierra algún tipo de trampa. Imagínense por ejemplo qué sería de nuestro mundo si se eliminaran las taladradoras, las hormigoneras, el claxon de los automóviles, la megafonía de los grandes almacenes, la música bacaladera de los sábados negros e inclementes... Coincidirán conmigo en que esto representaría para el sistema un peligro mucho mayor que el propio ruido infernal. Piensen en la revolución que significaría suprimir el estrépito de la gran ciudad; en efecto la gente podría dormir tranquilamente por la noche, o no dormir; podría charlar con sus amigos o escuchar aquella vieja melodía de Simon y Garfunkel, Los sonidos del silencio ¿se acuerdan?; Podría contarle un cuento a un niño o escribir un artículo sin tener que jurar en arameo cada vez que una taladradora decidiera abrir una zanja en la acera de su calle; podría oír el borboteo del café en la cocina o leer una novela o ver una película muda como un personaje de Paul Auster, pero sobre todo podría dedicarse libremente a pensar, y ya saben ustedes lo peligroso que ha sido el pensamiento libre en la historia.
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