Regalos peligrosos
Los griegos, que inventaron casi todo, fueron también los inventores del regalo. El magnífico caballo de madera que, a sugerencia de Ulises, obsequiaron a los troyanos, resume claramente las cualidades del regalo perfecto. Estéticamente admirable, enteramente original e hipnóticamente atrayente (Homero nos cuenta que la bella Elena "lo acarició por todas partes" al verlo), el caballo de madera es también secretamente peligroso. "Temo a los griegos aunque traigan regalos", le hace decir Virgilio a Laocoonte, quien obviamente no creía en eso de "a caballo regalado no se le miran los dientes".
Todo regalo lleva, como el de Ulises, algo del obsequiador en su fuero interno, algo arcano y enmascarado, algo intruso y desconocido, algo que, una vez en manos del obsequiado, se arraiga y se enracima. Un caballo de madera, un ramo de flores, una caja de chocolates pueden deleitar a quien los recibe, pero ¡cuidado! El homenajeado cree ahora poseer dicho regalo, sin darse cuenta sin embargo que él también es poseído. El chocolate recibido como obsequio tiene el sabor de una lengua ajena, las flores un perfume que no es el nuestro, el caballo una indigestión de soldados que, como en una pesadilla, saldrán de noche para invadirnos. Cortázar nos advierte que cuando nos regalan un reloj, nos regalan "un pequeño infierno florido". Dice así: "Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo". Y concluye: "No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj".
Es algo que una vez en manos del obsequiado, se arraiga y se enracima
Lo mismo, y de forma aún más
explícita, ocurre con los libros. Regalar un libro (los libreros lo saben, y es por eso que tienen algo de Celestina en la sonrisa cuando nos preguntan "si es para regalo") es introducir a un extraño en casa de un amigo, es incitar amoríos tal vez ilícitos, es proponer la seducción del desocupado lector, es anudar ardientes lazos entre la palabra escrita y la palabra leída, es (la fórmula es del Arcipreste) "zurcir voluntades". A veces, por supuesto, el regalo no tiene el efecto deseado o temido: el obsequiador se ha equivocado, el encanto no encandila, el hechizo no se produce. Pero cuando el acto mágico sí se cumple, el volumen regalado cobra vida, se apropia de quien lo recibe, lo seduce, lo apasiona, le hace creer que ese libro es (dice Cervantes) "el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse". No de otra manera procede el amor. Quien regaló a Paolo y Francesca el libro del Galeotto sabía lo que hacía.
Regalar un libro tiene algo de audaz, de impertinente. Así procedió el seductor amigo de Dorian Grey cuando le ofreció un libro (tal vez el À Rebours de Huysmans) que tanto perturbó al joven esteta. Sólo que, como Wilde bien sabía, lo que perturba a Dorian no son los propósitos del protagonista de la novela, sino su propio reflejo en la página impresa. Lo que lo aterra es descubrir que Huysmans, que nunca lo conoció, pudo describir su sensibilidad oscura en palabras que Dorian mismo nunca se hubiera atrevido a usar. Yo he sido culpable de tales artificios. He regalado Bartleby y compañía de Vila-Matas a un escritor amigo que sólo producía borradores, La mujer de Wakefield de Eduardo Berti a una casada melancólica, Siddharta de Herman Hesse a un preocupado adolescente, Fado Alexandrino de Lobo Antunes a un admirador de la guerra de Irak, Adolphe de Benjamin Constant a un enamorado.
Regalar un libro es brindar un espejo, es revelar a quien se lo ofrecemos que "esto eres, de alguna manera, tú". Es decir: "Te regalo este libro porque su historia es la tuya, porque un cierto personaje te imita sin saberlo, porque hay en estas páginas alguien de quien te enamorarás, porque en esta ficción el autor describe cualidades que un día sabrás son las tuyas, porque algo en esta obra que no entiendo te ayudará a entenderte mejor, porque me gusta y quiero que te guste, quiero que seas su lector, que puedas perderte entre sus cubiertas, amada en el amado transformada".
Cuando me regalan un libro,
suelo preguntarme: "¿Por qué a mí? ¿Por qué haber elegido este volumen precisamente de la innumerable biblioteca universal de regalos? ¿Qué hay en estas páginas que me concierne tan particularmente? ¿Por qué ha pensado, el que me lo ha ofrecido, que este libro es mi retrato? ¿De qué se me acusa al darme este regalo? ¿De qué historia ficticia soy culpable?". Y cuántas veces, después de abrir un paquete y descubrir el título, quisiera responder: "Te equivocas, amigo mío, este libro no es para mí. Dómine, non sum dignus". Y esperar que otro amigo, más amable y menos severo, me regale en cambio El sueño de los héroes de Adolfo Bioy Casares, Veinte mil leguas de viaje submarino o Alicia en el País de las Maravillas.
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