¿Ciencia o democracia?
La contraposición entre ciencia y democracia expresada hace pocas fechas por el Sr. González Pons puede provocar en principio cierta perplejidad, dado que suele darse por supuesto que ambos conceptos se sitúan en planos distintos de la realidad. La perplejidad desaparece sin embargo al advertir que dichas manifestaciones se sitúan en el contexto de la enésima ocasión en que algún político valenciano intenta explotar la supuesta rentabilidad electoral de negar la unidad lingüística del catalán. Las declaraciones no constituyen por tanto una novedosa reflexión política en cuanto a los límites de la ciencia, considerada en abstracto, sino que más bien destacan un hecho incontrovertible, y es que divulgar y explicar lo que la ciencia -historia y filología en este caso- afirman respecto a los orígenes y filiación del valenciano representaría un serio inconveniente de cara a seguir manipulando los sentimientos de segmentos poco informados de la opinión pública valenciana. Bajo estas premisas la coherencia del discurso del conseller es innegable: resulta obviamente poco funcional desde la perspectiva de los objetivos actuales del Gobierno de que forma parte el abordar la cuestión de fondo con el bagaje científico adecuado, y es en cambio mucho más interesante armar la bulla necesaria para distraer al personal de otras cuestiones, tales como el altísimo nivel de endeudamiento alcanzado por la Generalitat o determinadas disputas internas.
La cuestión no es por tanto si la ciencia es o no peligrosa, sino saber si existen límites éticos para el discurso político, es decir averiguar si puede o no ser "peligroso" que estos límites se traspasen. Quizás al llegar a este punto el rostro del lector se ilumine con una sonrisa de suficiencia mientras piensa que ya sabemos que todos los políticos son iguales, que en política y en el amor todo vale, y que una vez desvelado el objeto real, bastante transparente, de toda la polémica, poco importa que unos cuantos, pocos o muchos, muerdan el anzuelo. Sin embargo, no siempre apetece mirar hacia otro lado, o esperar a que amaine el chaparrón. A veces uno piensa que no resulta legítimo poner en cuestión aspectos centrales de la convivencia, los que afectan a la identidad colectiva, por un cálculo partidista bastante mezquino. Resulta evidente además que existen suficientes elementos de división en la vida política que pueden cumplir a las mil maravillas un útil papel de instrumentos de agitación y propaganda, ya que no de otra cosa se trata, como para que sea necesario echar mano una vez más para estos fines de nuestra maltratada lengua. Es en ocasiones como ésta cuando uno comprende íntimamente a aquel embajador británico en Madrid, que en nuestra inmediata postguerra, y acosada la Embajada por una "espontánea" manifestación estudiantil declinaba una oferta de Serrano Suñer, ministro franquista de la Gobernación, diciéndole que no hacía falta que le enviara más guardias para proteger las instalaciones diplomáticas, que bastaba con que no le enviara más estudiantes. Nuestra sociedad sería sin duda más culta y feliz si el Consell cejara en sus denonados, e injustamente incomprendidos, esfuerzos de apoyo a nuestro idioma y se limitara a no ponerle más obstáculos del estilo de los que ha ido sembrando en los últimos años. Así, si uno fuera suizo, u holandés, o noruego, le produciría una sensación de relajante hilaridad el saber que nuestras autoridades pretenden que en el curriculum de la enseñanza pública del valenciano se deje de lado a los autores de la misma lengua nacidos en Cataluña o Baleares. Le bastaría para ello un instante de reflexión, al imaginarse, por ejemplo, la alta opinión que se tendría de los mismos gobernantes si decidieran promover la enseñanza de la literatura en lengua castellana incluyendo a Guillem de Castro o Blasco Ibáñez, pero no a Cervantes o a García Márquez. Desgraciadamente la broma no tiene la misma gracia, lo lamento, cuando uno vive en el territorio administrado por tan ocurrentes gobernantes.
El País Valenciano enfrenta retos importantes cara al futuro, y abordarlos con éxito va a requerir dosis importantes de consenso entre las fuerzas políticas, y más aún, en el seno de la sociedad. La reforma del Estatut es sólo una de esas tareas, de las que también forma parte la recomposición del tejido industrial, y el acceso a la tantas veces aclamada sociedad del conocimiento. Por ello adoptar desde el Consell actitudes políticas que trazan barreras infranqueables entre lo que se conoce como cierto en el terreno académico, y lo que se dice o hace en el terreno político, no augura nada bueno. El identificar un enemigo exterior, siempre Cataluña, que supuestamente nos roba aquello mismo que comparte con nosotros, no solamente resulta esperpéntico, sino también peligroso, ya que el cultivo de la xenofobia sólo puede acabar dando alas a la extrema derecha. Por otra parte el uso y abuso del victimismo como banderín de enganche político aburre ya hasta a las piedras, y puede tener consecuencias electorales diferentes a las previstas por quienes diseñan ese tipo de estrategias.
Sería muy conveniente que el lado conservador de la política valenciana acabara sumándose a un consenso sin trampa en el terreno lingüístico, que admitiera con toda claridad la variedad de denominaciones legítimas de un idioma común, y lo expresara además con el mínimo posible de circunloquios jesuíticos. Con ello sería posible que el valioso tiempo de nuestros gobernantes no se viera indebidamente desperdiciado por la necesidad periódica de señalar qué palabras, usos idiomáticos o autores de la lengua común resultan convenientes y cuáles son en cambio dañinos para la salud lingüística de la población, innovadora tarea ésta, que ensancha sin duda las atribuciones de la esfera de Gobierno mucho más allá de lo que resulta habitual en las democracias occidentales. Pero si el consenso no funcionara, creo que el centro-izquierda y la izquierda no deberían renunciar a una pedagogía política de efectos positivos a largo plazo. El esconder la cabeza bajo el ala, la tentación de algunos, no es la mejor solución, porque es aceptar de entrada que dosis importantes de irracionalidad, y mensajes políticos absolutamente tóxicos, circulen con total normalidad. La experiencia de los últimos veinticinco años debería demostrar que ello sólo sirve para polucionar la atmósfera política, y para frenar líneas de avance colectivas, que requieren que la ciudadanía comparta algo más que el gusto por los arroces bien elaborados.
Ernest Reig es catedrático de Economía Aplicada de la Universitat de València
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