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Columna
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Los ánsares de Doñana (1)

Cuando la nieve empieza a cubrir las tundras de Islandia, Escandinavia, Spitzbergen y los países bálticos, y la alimentación se hace cada vez más escasa, saben que ha llegado el momento y emprenden el vuelo en grandes bandadas -llevan meses preparándose para dar el salto- hacia el Sur. Alrededor de 100.000 pasan el invierno en los humedales españoles, a miles de kilómetros de su lugar de nacimiento: unos 20.000 entre las salinas zamoranas de Villafáfila y la Laguna de la Nava, en Palencia, y los demás, la gran mayoría, en las marismas de Doñana. La llegada de los ánsares comunes a España cada otoño es una de las maravillas del mundo y tiene la virtud de recordarnos, una vez más, que la Naturaleza no sabe nada de nacionalismos y fronteras políticas y que es nuestra obligación, entre todos, protegerla.

Yo tenía quince años cuando me enteré de que Andalucía albergaba una enorme población estacional de ánsares comunes. Al principio no me encajaba. Conocía los libros del famoso naturalista y pintor inglés Peter Scott, el gran iniciador de los programas de televisión sobre animales y pájaros, y creía que todos aquellos gansos del extremo Norte europeo invernaban en las Islas Británicas. Quien me desabusó fue un rubicundo ornitólogo irlandés llamado Michael Rowan -me encanta poder estampar aquí su nombre-, que me habló con un entusiasmo febril de la desembocadura del Guadalquivir, que acababa de visitar. Rowan me regaló un mapa de Doñana, que por desgracia no conservo. Nunca volví a verle -murió poco después- pero mantengo un recuerdo clarísimo de lo que me contó aquella tarde mientras paseábamos, prismáticos al cuello, por una playa en las afueras de Dublín. Entre otras cosas que los ánsares necesitan comer arena para poder digerir los rizomas de castañuela que forman su principal nutrición, y que por ello Doñana era un lugar eminentemente idóneo para la especie. El hombre se había quedado asombrado al presenciar, desde un cobertizo oculto en medio de las dunas, la llegada al amanecer de los gansos, decenas de miles de ellos. Me dijo que en su vida de ornitólogo nunca había experimentado una emoción parecida. Y que, si algún día yo tuviera la posibilidad de visitar Doñana, que no me perdiera para nada aquel espectáculo incomparable. Añadió que había un libro extraordinario sobre el Coto, escrito a principios de siglo por dos naturalistas/cazadores ingleses, Chapman y Buck. Se titulaba La España inexplorada. Valía la pena tratar de conseguirlo. Era único en su género.

No hacía falta que mi amigo insistiera. Yo ya era no sólo un aficionado sino un enamorado de los ánsares y, gracias a mi padre, casi tan ornitólogo como él, conocía al dedillo una zona encharcada del condado de Wicklow, la de Kilcoole, que acogía cada otoño a varios centenares de este pájaro, a mi juicio, entonces y hoy, el más misterioso y enigmático de todos, y cuyos graznidos en las noches de luna parecen emanar del fondo del cosmos y del tiempo. Claro que un día conocería Doñana. Y claro que, entretanto, trataría de conseguir el libro recomendado. Así empezó para mí una aventura que sigue todavía, cuarenta años después.

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