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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

A qué se viene aquí

El Vía Véneto, de Josep Monge. Del lugar se explican historias imposibles. Por ejemplo, esta leyenda urbana del cliente que dejó su coche cerca de la puerta y olvidó entregar la llave al aparcacoches. Cuentan que a las dos horas Monge se acercó a su mesa y le preguntó suavemente al oído si su coche era blanco y tenía una determinada letra en la matrícula. El cliente contestó que sí y también que sí, aunque ya con perceptible azoramiento, cuando le preguntó Monge si guardaba la llave del coche.

-Es que se lo ha llevado la grúa -se justificó el maître.

El cliente hizo ademán de levantarse, aunque no se supiera bien hacia dónde y con qué objetivo, pero Monge lo evitó, así lo explican, con una sonrisa débil pero experta.

-No, por favor, sólo déme la llave.

Es decir, que cuando el cliente salió del restaurante el coche seguía allí, con su aspecto de dinosaurio tranquilo, y cuentan que incluso limpio. Leyendas, pero ve a ver.

Otra. En el restaurante nunca se ha dicho a nadie por favor, tenemos que cerrar. Una noche Monge salió a las cinco. Aún no clareaba y se dijo que menos mal. Tiene a gala haber trabajado mucho, siempre, pero las claras del día le cogen en la cama. Aquella noche eran las cinco de la mañana. En el reservado la negociación entre los dos grupos de hombres había sido durísima. Lo que más se come en el Vía Véneto es tiburón y no está en la carta. Nunca se le ha dicho a nadie vamos a cerrar. Pero hay técnicas. Contrariamente a lo que podría esperarse y a lo que el vulgo presiente, las técnicas consisten en una intensificación de la solicitud. A una señal del sentido común el camarero abre con mayor frecuencia la puerta del reservado. Sirve más agua. Limpia con mayor avidez los ceniceros. Estas irrupciones frías, casi metálicas, en el vapor de los aguardientes y el jerez viejo acaban teniendo efecto y siempre hay alguien que de pronto exclama coño si son las dos, indefectible expresión que abre el sésamo a los que abandonan.

Las leyendas empezaron a formalizarse hace ahora medio siglo, cuando Josep Monge llegó a Barcelona, solo y en un taxi compartido. Venía del Alto Pirineo de Lleida, desde Pobellà, un villorrio de la Vall Fosca. Iba solo y tenía 12 años, y era lo que en catalán se llama un cabaler; es decir, uno de los hijos que mejor que se vayan de casa. Entró a trabajar de niño -es decir, haciendo lo peor- en el restaurante Mediterráneo del barrio de la Barceloneta. Hoy es el amo del único espectáculo gastronómico de Barcelona. Cena y rito, todo incluido. Incluso se puede ir bien vestido. Lo que, franca y rigurosamente, ya es la hostia. Incluso no se da la obligación de hablar constantemente de lo que uno está comiendo, lo que para ciertos espíritus o circunstancias no verbales puede ser muy conveniente. Se viene aquí para asistir al espectáculo de la monda de una naranja. La piel en espiral, entera, y el interior sin velos, la preciosa y delicada operación por la que una naranja se convierte en fruta prohibida. Se viene aquí, también, para oír el ruido del esqueleto de un pato (asado) bajo la prensa. Se asa el pato, se deshuesa, se aplastan los huesecillos bajo una prensa doméstica y con el jugo que resulta se salsea la carne. El pato a la prensa. Monge no dirá nunca que lo llamó así en memoria del viejo periodismo.

Los recuerdos. Hay que mantener respecto a su emergencia una distancia de seguridad. ¿Por qué reaparece con obstinación un instante, algo que sucedió en la vida, tan trivial a veces como los nexos en un escrito, no más allá, el instante, de un sin embargo, un por otra parte, o la marquesa salió a las cinco abriendo párrafo? ¿Qué hace un recuerdo sin significado aparente, al que los años y las reapariciones y hasta el análisis pagado no han logrado dar un sentido oculto, qué hace ahí imperioso? ¿Fue la luz de la escena, el traje blanco del presidente, o algo que pasó antes o después y del que esa escena es santo y seña, eufemismo, aduana? El caso es que un día de los años setenta, Jorge Domingo, un argentino varón, anunció que vendría a comer el presidente. El presidente Perón, depuesto y exiliado. "Le voy a dar un consejo, José: no le ofrezca carne al presidente, que ha comido las mejores carnes del mundo". Es inseguro que valga la pena escribir una historia que ya está inscrita en su preámbulo. En fin llegó Perón. Se extrañó de que Monge no le ofreciera carne. "¿Y no hay carne...?". "Señor presidente, claro que sí, yo pensé...". Una chuleta de Girona, grand mère, hecha en cocotte. El presidente se levanta, está a punto de salir del restautrante. Casi en la puerta se gira lentamente, y dice: "Señor, he comido una de las mejores carnes de mi vida. Muchas gracias. Adiós". Sí, es un bonito elogio, viniendo de un carnívoro profesional. Entre miles. Aunque es verdad que se trata de Perón. Y que observado desde el hermoso ventanal del Vía Véneto, Perón parece el nombre de fábula. Tal vez sea esto, así observado. Tal vez no tan trivial. Cada mediodía Monge dice a sus empleados: "Empieza la representación". La primera condición de un gran maître es convertir en ficción a todas las personas que trata. Cuando una ficción de casta le devuelve el saludo debe de ser inolvidable.

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