El poeta que habla en voz baja
Ustedes jamás habrán escuchado a Félix Grande, el otro premio literario de la semana, el que se dio antes del Cervantes de Ferlosio, alzando la voz. Uno le ve llegar a los sitios, con una pequeña mochila, y de inmediato se le puede imaginar, aunque no la lleve, con una guitarra al hombro. Alguna vez esa guitarra imaginaria del premio Nacional de las Letras, emeritense de nacimiento, manchego de sentimiento y madrileño de sus calles, fue latinoamericana, aunque siempre fue flamenca, casi la quintaesencia de la guitarra flamenca. Ese sonido es el que está en su poesía, de modo que si le oyes recitar da la impresión de que las letras que lee -y la poesía que escribe- están hechas al ritmo mismo de su guitarra.
La última vez que le vimos en público estaba en el teatro Campoamor, porque le estaban dando allí el Príncipe de Asturias a su amigo Paco de Lucía; en solitario, entre el gentío, sobresalía su cabeza blanca y rizosa. Aplaudió como un fan, que lo es, y también como un conocedor; gracias a él -y a Caballero Bonald, que esta semana recibió el Reina Sofía de Poesía, y a Moreno Galván, y a Manuel Ríos Ruiz, y a tantos otros- el flamenco dejó de ser un lenguaje de afuera para convertirse en el lenguaje mismo que hay detrás de mucha de la poesía del último medio siglo. Grande hizo esa contribución como un forzado, comprometiendo en ello su propia poesía, que muchas veces fue un rasgueo de guitarras ásperas y hondas, como las del flamenco, pero que durante mucho tiempo también se alimentó de la quejumbre de los espirituales negros. Uno de sus libros más celebrados se llamó Blanco spirituals, y tiene esos latidos, y también los de César Vallejo, que, por otra parte, está presente también en esa voz de la que hablamos: la voz baja de un poeta que toca con nudillos la puerta de los que han de escuchar su dolor.
El premio le halló en Cáceres, hablando de Neruda. Pudo haberle hallado en cualquier sitio. Si uno viaja y ve las carteleras observará que Grande no le dice no a casi nada, y por ahí va con esa maleta mínima que también parece una guitarra. Semanas antes de aquel premio a Paco de Lucía, el poeta estaba viajando a Barcelona, pero no para participar en el Fórum, que es lo que hacían tantos entonces, sino para recitar poesía en algún club de Tarragona; volvía de Alicante, y dentro de nada se tendría que ir a Galicia, y después... La primera vez que le vi de gira fue en una ciudad de provincias; un escritor local le calentaba la oreja con dimes y diretes de la localidad y del mundo, y Félix Grande, que también dice no, se tomó un taxi en solitario para regresar a la estación, o al aeropuerto, para no tener que seguir escuchando la molestia del insidioso.
Otra vez le vi recitar en una cárcel, con Dulce Chacón; con su suéter blanco sobre los hombros, pulcro y distinguido, con su voz monocorde alentó a las presas de Brieva que fueron escuchándole con la fascinación tranquila con la que se oye a los guitarristas sentimentales rasguear su instrumento después de la medianoche.
Su voz baja es un distintivo de su personalidad. Pero no oculta un hombre sin calenturas; las tiene, algunas son íntimas, y otras las ha puesto de manifiesto. Su mayor cabreo contemporáneo tuvo como causa la rumorología que circuló en torno a su amigo Luis Rosales y su supuesta participación en la delación de Lorca. Con Rosales trabajó en Cuadernos Hispanoamericanos, revista de la que fue director, hasta que el Gobierno anterior le dijo basta y lo dejó en la calle. Fruto de esa rabia escribió La calumnia. Y aunque el libro era caliente, ahí estaba también diciendo en voz baja su indignación.
Nunca le vi gritar; fue cabrero de verdad, y él lo recuerda en la autobiografía que tiene a su abuelo como protagonista, La balada del abuelo Palancas. Acaso a las cabras también les habló en voz baja. Es su manera de convencer, de sentir que del silencio a la voz la ruta no es el grito. Aunque te agravien.
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