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Columna
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Poeta

Algunas mañanas me gusta desayunar mientras leo el periódico en el cafetín que hay en una esquina de mi calle con un toldo desplegado a este sol tibio del otoño. Es un local pequeño, pero muy aromático. Huele a una mezcla de café recién tostado y a jabón de avena que son los aromas primeros con los que comienza la vida en cualquier barrio. A veces pienso que se podría escribir una novela sólo con el cruce de las historias que aquí se dan cita al azar.

El otro día se acercó a mi mesa un muchacho con un bloc de gusanillo bajo el brazo. Era muy joven y se le veía en los ojos que estaba haciendo un gran esfuerzo para vencer la timidez. Por la forma de sujetar el cuaderno, deduje que debía de ser poeta. Uno sólo se abraza así a sus primeros versos.

Después de sentarse y pedir un café, me contó que acababa de ganar un concurso literario en un ayuntamiento perdido. Estaba radiante y desbordaba una ilusión tan limpia que me hizo sentir nostalgia de la inocencia que también yo tuve alguna vez. Pero era un chico listo y no se engañaba. Sus palabras, a pesar de la alegría, daban un margen a la desesperanza. Sabía que su libro no tenía muchas posibilidades de sobrevivir en la selva. No sabía cómo defender a la criatura recién nacida que llevaba en los brazos, y por eso había venido a pedirme consejo.

¿Qué le digo? -pensé- No quería desmontarle tan pronto su idea del mundo literario, que él consideraba una especie de Olimpo. Lo más normal es que cuando uno conoce sus entresijos, tenga la tentación de salir corriendo. Fue lo que me ocurrió a mí cuando publiqué mi primera novela. Hojeé con atención el cuaderno que me ofrecía el joven poeta. No eran versos excelsos y se notaban todavía toscos, pero evocaban paisajes extraños como arrancados de una viñeta de Pieter Bruegel, estrellas que eran copos suspendidos en la noche, huellas en la nieve, cierta cordialidad secreta...

-Envía el libro a quienes te parezcan más próximos, a las editoriales que conozcas o sientas más tuyas y confía en tú estrella- le dije esto, sabiendo que era mucho decir. Al fin y al cabo, pensé para mí, el gran salón de la literatura no es nada distinto de cualquier otro ámbito de la vida. Como en todas partes allí hay burócratas, santones de capilla y novelistas de ocasión, gente que vende su alma al diablo y autores que no tienen el menor reparo en ofrecer su intimidad más vulgar en grandes titulares. Pero ese universo lleno de chismes no es más que un trasunto de la propia vida, donde también brillan diamantes purísimos, amigos del alma y páginas limpias que refulgen como la escritura de Dios. A continuación desde mi propia inseguridad le dije: -Y si al principio las cosas salen mal, recuerda la famosa sentencia de Cervantes: "Paciencia y a barajar".

El muchacho me miro melancólico y cambió de conversación. Después lo vi alejarse entre las mesas, con las manos en los bolsillos, sonriendo un poco y quizá también un poco decepcionado. Aquella mañana su imaginación era todavía una isla inaccesible. Afuera el ronroneo de la fresadora de un taller de bicicletas vibraba como el mismo corazón del barrio. Ojalá tenga suerte, pensé.

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