Esopo
"LA IMAGEN me impresionó sobremanera cuando la contemplé por primera vez", escribe John Berger en un artículo titulado Una historia para Esopo, incluido en su libro recopilatorio, traducido al castellano como Siempre bienvenidos (Huerga & Fierro). "Me impresionó, en el fondo, por familiar; como si de niño hubiese visto a aquel hombre en el umbral de mi puerta. El cuadro lo pintó Velázquez alrededor de 1640. Es un cuadro imaginario, casi de tamaño real, que representa a Esopo". En realidad, apenas sabemos nada de este antiguo escritor griego, al que se le atribuye una vida desdichada, pero, sobre todo, el ser el creador de las fábulas, un género que se hizo muy popular al establecer una analogía física y moral entre los hombres y los animales. El hecho de que hasta se dude de si tuvo una existencia real, no es ciertamente un inconveniente para un fabulador. Redundando en la incertidumbre, Camón Aznar se atrevió a dudar también acerca de que el tipo pintado por Velázquez fuera Esopo e, incluso, que el modelo fuera español, con lo que todo parece envuelto en sombras en este retrato, realizado con la técnica naturalista del claroscuro, que nos revela un cuerpo algo abatido por la edad y los sinsabores, vestido pobremente con un traje marrón, cerrado por una banda de un blanco sucio, portando como al desgaire un manido libro en bandolera, con ademán cansino, aunque con un no sé qué de altivo, y expresión, de escéptica adustez.
Todo invita, en suma, a pasar de largo frente a este cuadro si no fuera por el, pictóricamente, magistral rostro castigado que lo corona y el luminoso escote que descubre parte del pecho desnudo. Ante ese formidable prodigio de modelado facial, puede uno ahorrarse todos los prolijos comentarios eruditos de los especialistas, que interpretan simbólicamente hasta el menor detalle de esta figura y su parvo ajuar. Todo lo contrario de Berger, que no sólo lo interpela como si se tratase de un trotamundos, sino que lo mira tan hondo que, a través de su cara, adivina el peso de su espalda cargada y lo considera como el prototipo para entender el secreto de la pintura española, cuyos mejores maestros, según él, desconfían de las apariencias, porque la verdad está por doquier, en lo profundo, "bajo la superficie".
Emplazado originalmente en la Torre de la Parada, junto con los retratos de los filósofos griegos Menipo, también de mano velazqueña, y los rubensianos Demócrito y Heráclito, el imaginario morral que, según Berger, porta Esopo a la espalda no es otro que el muy gravoso de la experiencia vivida, el peso de la existencia, que refleja delante lo que se lleva detrás. ¿Es acaso una fábula calificar esta acumulación de vivencias como sabiduría? ¿Y a esta sabiduría, que está de vuelta, a la espalda, como escéptico descreimiento? ¿El de Esopo? ¿El de Velázquez? ¿El de ambos? Berger opina que las pinturas de Velázquez "nos llenan la mirada naturalmente, sin ningún esfuerzo. Y nos sentimos tan turbados como admirados. Las imágenes, de un magisterio supremo, son verosímiles, táctiles. Acaso porque hayan sido concebidas sobre la base de un total escepticismo". Ahora que Esopo está rodeado de otras muchas obras maestras del retrato español, en la exposición del Museo del Prado, es una buena ocasión para comprobarlo.
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