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Columna
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'Eleven hours'

La extrañeza de las lenguas extranjeras siempre encierra en sus palabras algo más que su significado estricto. Si hubiera titulado mi columna Once horas, todos sabrían de inmediato a qué me refería. El título en inglés requiere, por el contrario, un lapso de conjeturas antes de caer en la cuenta. Si además lo entrecomillo, el título se convierte en título de otro título, quizá de una película, de una obra de teatro, de un libro. Induce además la pregunta de si será el título de algo que no ha sido traducido, de algo que remite a coordenadas lejanas. En ese lapso conjetural entre dos lenguas ya ven que se cuela toda una serie de sugerencias, de ahí que yo haya optado por nombrar en inglés el tiempo que duró la comparecencia de Aznar ante la comisión parlamentaria del 11-M. Una actuación demasiado larga y a la que apenas le presté atención.

Su actuación está resultando penosa, para él mismo, para su partido y para el país

Los éxitos se miden por horas en esa comisión. Si la comparecencia de Aznar hubiera durado sólo media hora, tiempo suficiente para decir lo que no hizo sino repetir una y otra vez según las informaciones del día después, sus fieles seguidores no estarían tan pletóricos. Es el tiempo, al parecer, el que da la medida de la verdad. Sometido a un implacable escrutinio, Aznar sorteó todos los obstáculos sin que lo pillaran. Bien, cabe objetar que tampoco se le pilla a un loco, aunque las horas contribuyen a que quede más manifiesta su locura. No quiero, con esta objeción, tachar de loco al ex presidente, pero en sus argumentaciones, que no le son exclusivas, presumo un punto de delirio, presunción de la que no logro desprenderme. Entre el infinito borgiano y el cálculo de probabilidades, la desfachatez pretende vestirse de inocencia. Investiguen y sabrán la verdad, nos dice Aznar, y si no la encuentran será porque no han investigado lo suficiente o no han querido hacerlo. La verdad, naturalmente, está fijada de antemano y es previa a toda investigación. Pero flota lejana en el infinito de su conquista, el principio está en el final, brilla -como Dios- en la sentencia dictada a su profeta. Iluminado, Aznar nos propone una tarea que bien puede durar milenios. Más allá de los resultados de la investigación policial, por los siglos de los siglos, hay que seguir buscando, pues al final se hallará la verdad, la que él ya anunció desde el primer momento.

Asegura Aznar que él no mintió y que se limitó a informar puntualmente de lo que le transmitían las autoridades policiales. Lo que no comprendemos es por qué no se sigue ajustando a esa pauta de conducta. Pues parece evidente que sólo se atuvo a ella hasta un determinado momento: ¿hasta que información y revelación dejaron de coincidir? Porque su verdad de entonces y la de ahora coinciden -la misma autoría intelectual-, mientras que su verdad de siempre y la del estado actual de la investigación dejaron de coincidir hace tiempo. Mentir, sin embargo, es decir lo contrario de lo que se sabe, y él ha transmitido siempre lo que sabe, y lo ha hecho dirigiéndose a un pueblo ingrato que le ha dado la espalda. ¿Desde qué Guadarrama nos habla este señor, ya que el Sinaí nos queda un poco lejos? ¿Lo hará desde el mismo monte en que reside el autor intelectual de la masacre? Deus, sive natura, nos dijo el cantor de la Substancia, y he aquí que el nuevo filósofo nos proclama que Intellectus, sive natura, o pastores a Belén, ya que se acerca la Navidad.

El señor Aznar no es en absoluto responsable de lo que sucedió aquel día fatídico, y no hay errores previos que puedan determinar lo ocurrido. Pero desde aquel día su actuación está resultando penosa, para él mismo, para su partido y para el país. "Mientras yo intentaba detener a los criminales, otros aprovechaban para intentar ganar las elecciones", declaró. Es llamativo este sentido sacrificial de la gestión de Gobierno, como si él apechugara con lo que les debiera corresponder a otros. Siempre objetó a sus críticos que él hacía y los demás no, sin caer en la cuenta de que era él quien gobernaba y no los demás. Su problema es que a veces gobernaba mal. Ahora nos recuerda que él se dedicaba a detener criminales mientras otros sólo hacían campaña electoral -es decir, se aprovechaban de los criminales-.

Supongamos que fue todo lo inocente que dice que fue, y que los demás fueron tan malos. ¿Cómo lo permitió? Ya es torpeza dejar semejante margen para la maldad de tanta gente. ¡Ah!, pero él conocía la verdad y no necesitaba colaboradores. Condenado a gobernar, acosado por la maldad de sus oponentes, Casandra que clama en el desierto. ¿Cómo se le denomina a esta figura? Sí, decididamente, es mucho mejor la lejanía, mucho mejor titularlo en inglés.

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