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Columna
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Nos estamos comiendo a los caníbales

Soledad Gallego-Díaz

La revista Interviú publicó el pasado 29 de noviembre fotos de los seis soldados marroquíes que se encontraban en el islote de Perejil en julio de 2002 y que fueron desarmados y detenidos por un equipo de Operaciones Especiales del Ejército de Tierra español. En todas las fotos, los seis soldados aparecen maniatados a la espalda, sentados en el suelo y con la cabeza cubierta por una capucha que les impide la visión y que pretende someterles a una situación de inferioridad y de miedo.

En las fotos parece claro que los seis soldados son soldados normales y corrientes y que están desposeídos de cualquier tipo de armamento. Por lo que se relata, todos ellos, menos uno, que se opuso ligeramente, se han entregado de inmediato, sin ofrecer resistencia. Pese a ello, y "según lo habitual en estas operaciones", se les ha colocado una capucha y se les ha privado de la visión. Los boinas verdes han aplicado, probablemente, normas de obligado cumplimiento, protocolos de actuación que utilizan ahora todos los ejércitos occidentales, sea cual sea el escenario y sea cual sea el tipo de detenidos.

Pero ése es el problema. La imitación y la capacidad de mímica gesticulante que nos invade a todos. Porque la idea de tapar la cabeza de los soldados apresados, de colocarles en una situación de fragilidad y total dependencia, es simplemente vergonzosa y además innecesaria en la gran mayoría de las ocasiones. Desde luego, lo fue en aquel caso.

La idea de privar de la visión a los prisioneros como regla general es relativamente nueva. Hasta hace poco sólo la usaban determinados servicios de información y determinados servicios policiales cuando iban a aplicar también tortura física. Fueron los israelíes los que comenzaron a usar la privación de la vista como un método rutinario para controlar con pocos vigilantes a grandes grupos de civiles palestinos detenidos. La práctica (como tantas otras que han ido enseñando el Ejército y la policía israelíes a sus socios) se fue extendiendo y se usó ya de forma habitual en la reciente invasión de Irak. Todavía irrita recordar la fotografía de aquel iraquí sentado en el suelo, maniatado y encapuchado, con un niño de pocos años recostado en su regazo. Casi más escandalosa aún fue la explicación ofrecida por los portavoces del Ejército norteamericano: de acuerdo con la Convención de Ginebra, hay que proteger la identidad de los soldados apresados, así que ahora, para evitar su humillación, se les tapa la cabeza.

Es obvio que los Grupos de Operaciones Especiales del Ejército español han recibido las mismas enseñanzas y que les pareció perfectamente normal repetir los mismos gestos. Pero es también muy probable que, si hubieran sido los boinas verdes marroquíes los que hubieran encapuchado a seis soldados españoles desarmados y maniatados, la opinión pública española se hubiera sentido algo más incómoda y no le hubiera bastado la explicación de que sus captores sólo estaban imitando a los expertos en estas cuestiones.

Los expertos en estas cuestiones son precisamente gente peligrosa. Son los que, llegado el momento, han creado el campamento de Guantánamo, en el que, según la Cruz Roja Internacional, se aplica "un tratamiento cruel, inusual y degradante, una forma de tortura" a los "combatientes ilegales" detenidos. Veintiuno de ellos han intentado suicidarse en 32 ocasiones y muchos más han quedado "inutilizados" por sufrir severas depresiones nerviosas. El que fue abogado general de la Armada norteamericana hasta el año pasado, Don Guter, ha expresado su repugnancia por un sistema que además, afirma, "pone en peligro las vidas de los soldados norteamericanos, al negar a los detenidos extranjeros los mismos derechos que reclamamos para ellos cuando son detenidos en otro país". La Convención de Ginebra, ese texto que el nuevo ministro de Justicia de Estados Unidos, el hispano Alberto Gonzales, recomendó no aplicar a estos prisioneros, salvó la vida y la salud mental a miles de soldados en medio mundo. Pero quizá eso sucedió cuando todavía no era cierta la terrible frase de Jorge Luis Borges: "Nos estamos comiendo a los caníbales".

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