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Columna
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Una librería en su vida

Esta semana la librería Rafael Alberti de Madrid ha recibido el Premio Librero Cultural 2004 con todo merecimiento. Enhorabuena. Y enhorabuena a todos los libreros por tener una vocación tan grande. Siempre me ha maravillado que alguien abra una librería cuando podría abrir un bar o una boutique del pan, de rentabilidad sin duda más segura. Ya advirtió Cervantes en El Quijote de la gran tentación demoniaca que supone pretender ganar con los libros "tanta fama como dineros y tantos dineros cuanta fama".

Por supuesto, estas líneas son completamente interesadas porque si al librero le va bien es que a los escritores nos va bien, a unos más que a otros, claro. Y pretenden animar a los remisos a echar un rato en estos espacios de donde uno, aunque no compre nada, siempre sale con algo, una idea, un nombre, unas líneas leídas al vuelo, una posible historia, una intuición. Es más, estoy convencida de que se avanzaría mucho en el famoso fomento de la lectura si los padres llevásemos a nuestros hijos con regularidad a las librerías, donde el libro es el único juguete y el único objeto de deseo. Se intentan mil virguerías, muy loables e imaginativas por cierto, para acercar el libro al niño, cuando puede que lo más directo y sencillo fuese acercar el niño al libro. Y de hecho hay librerías que organizan cuentacuentos y otras actividades, que les dan mil vueltas a la cabeza para adivinar de qué forma en el futuro la lectura podrá formar parte de las necesidades de estos chicos, y que sean como sean y se dediquen a lo que se dediquen, sientan que les falta algo si no llevan siempre un libro en el bolsillo.

Pero nada tan efectivo como ir de la mano del padre o la madre o el abuelo y ver que lo mismo que entran en el bar de la esquina y se toman un aperitivo, también entran en la librería del barrio y se detienen ante esos animalillos que han salido de la imaginación de otras personas. El niño, a quien no se le escapa nada, se fija en cómo miran los lomos, cómo los abren y los hojean, más o menos como si se estuviesen probando unos zapatos, porque uno tiene sus medidas y sus gustos tanto por fuera como por dentro. Y cuando lleguen a casa y saquen los libros de la bolsa aún quedará por delante la aventura de leerlos, y cuando ya se hayan leído, aún quedarán los libros. No es verdad que sean tan caros como se dice o al menos no más que cualquier otra cosa, menos en todo caso que unos vaqueros o unas zapatillas de marca. Lo que los hace caros es el considerarlos superfluos, algo así como un artículo de lujo que encima no se puede lucir, lo que es un soberano error porque nada adorna más que haber leído.

Los libros no son un artículo oculto. Nos tropezamos con ellos, pegados en aparatosos cartones, cuando nos acercamos al quiosco a comprar el periódico; es más, con el periódico, por un euro, nos suelen entregar uno. Y, sin embargo, no está tan extendida como sería deseable la intención de ir a buscarlos, de convertirnos en exploradores de ese mundo enmarañado de portadas y títulos, en cazadores tras una presa sabrosa que llevarnos a casa. Es mucho más difícil que de los libros salgan unos brazos largos y elásticos que atraviesen el cristal del escaparate y atrapen al lector, que convertir el entrar en Espasa Calpe en algo tan natural y apetecible como entrar en Zara. Si lo pensamos bien, comprar libros no tiene por qué aturdir más que, por ejemplo, comprar ropa. La única diferencia es que estamos más acostumbrados a lo segundo que a lo primero.

La fuerza de la costumbre. La costumbre es la que marca a fuego nuestra forma de vida. Lo primero es esto y luego se podrán discutir las lecturas que más convengan a ciertas edades. No es creíble que ningún libro, por difícil o aburrido que sea, le haga desistir a nadie de leer más en su vida. Es como no volver a ir al cine porque una película no nos gustó. Más bien se trata del simple hecho de que el libro nos sea tan familiar y cotidiano que no podamos pasar sin él. Y todo comienza en la librería y en la infancia a ser posible. La pregunta es cómo habituar a los padres, que no lo estén, a habituar a los hijos. Contestaría que haciendo un esfuerzo, pero no es para tanto. Sólo se trata de cruzar el umbral y empezar a mirar, a distinguir, a dejarse envolver. El librero puede orientarle y con el tiempo llegará a conocer sus gustos. Ponga una librería en su vida. Todos saldremos ganando.

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