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Columna
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Acusados y acusadores

Rafael Argullol

Cuando las historias del arte se escribían sin apenas citarle, Georges Rouault fue de los primeros artistas modernos en considerar imprescindible a Caravaggio. Ahora coinciden una exposición dedicada a éste en el Museo de Capodimonte de Nápoles y otra a aquél en La Pedrera de Barcelona, y la comparación entre ambas revela un innegable vínculo pictórico por más que el talante del pintor francés poco tuviera en común con el del italiano: dos maestros en la auscultación de la oscuridad.

Rouault rehúye la clasificación. Podría ser expresionista o fauve, pero su investigación es tan singular que no merece la pena malograr sus hallazgos con etiquetas. Sus motivos son insistentes y repetidos, con los payasos trágicos, a los que da protagonismo, y los jueces patibularios, a los que erige en modelos que evitar. En sus textos Rouault reitera a menudo su horror al hombre que juzga a los demás en tanto que se identifica con el reo, representante en cierto modo de la entera condición humana. La peor parte del hombre se descubre cuando asume el papel del acusador.

Al comparar las exposiciones de Caravaggio y Rouault se revela un vínculo pictórico: dos maestros en la auscultación de la oscuridad

La que posiblemente es la obra maestra de Rouault, la serie Miserere, concebida por los años de la I Guerra Mundial y de tortuosa trayectoria tras una primera ejecución en tinta china, expresa con contundencia el juego dramático entre acusadores y acusados. Es una obra dura aunque llena de delicadeza en la que, dibujo tras dibujo, se desgrana una peculiar exégesis de la compasión alrededor de quien el pintor considera el reo por excelencia, Cristo, un dios despojado de divinidad.

Rouault, de hecho, destila en los episodios de Miserere su creciente inclinación por la pintura de tema religioso, algo inusual en el siglo XX, al menos con la constancia que él le dedica. Con todo, lo que fundamentalmente le ocupa es un Cristo sin cristianismo en el que convergen todos los sacrificados de la tierra. A partir de un determinado momento su pintura parece detenerse en un único escenario, el de la Pasión; aunque, eso sí, una pasión rodeada por un corro de máscaras.

En Rouault lo grotesco y lo piadoso se alternan con facilidad a medida que se ponen de relieve, cada vez con mayor riqueza, los colores de la oscuridad. Pero la extrema tensión de gran parte de su obra cede a una inédita serenidad cuando el pintor se adentra en el tramo último de su vida en el tratamiento minucioso del cuerpo de Cristo y, en especial, del rostro de éste, progresivamente austero y esencial como un icono bizantino. El Ecce homo de Rouault alcanza finalmente una apariencia de paz.

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Todo lo contrario del Ecce homo que se le atribuye a su admirado Caravaggio en la exposición de Nápoles y en el que, de ser cierta la atribución, se reflejaría el casi salvaje dramatismo de los años inmediatamente anteriores a la muerte del pintor lombardo. Como tres siglos después Rouault, Caravaggio había descubierto la vida secreta de la oscuridad, incrustando en su interior una luz que no tenía precedentes en la pintura europea. Pero el camino le condujo hacia el rumbo opuesto.

Sea por las circunstancias violentas del trayecto final de Caravaggio, que le llevaron de ciudad en ciudad y de persecución en persecución, sea porque la "poética de la tiniebla" hubiera crecido ya en su obra anterior, lo cierto es que la maestría tenebrista del pintor se manifiesta abruptamente, sobre todo, en los años que transcurren entre su huida de Roma, acusado de asesinato, en 1606 y su muerte en 1610.

Un tramo de creatividad fulminante que lleva a Caravaggio a alejarse sin remedio de su educación como pintor en el clasicismo renacentista. También en este caso, al igual que en el posterior de Rouault, son ilustrativas sus aproximaciones a las historias bíblicas y su elección de héroes, cada vez más atormentados y con los que cada vez se identifica más.

Caravaggio no pinta a otros reos. Él es el reo. Escribe -pinta- así el segundo capítulo de la historia, o mejor de la leyenda, del artista que se ofrece al arte como víctima del sacrificio. El primer capítulo lo había escrito -pintado- Miguel Ángel al autorretratarse en el pellejo de san Bartolomé en El juicio final de la Capilla Sixtina.

Si Rouault, tras atravesar el baile de máscaras, llega al rostro sereno y firme de su icono, Caravaggio se rodea sacrificialmente de flagelaciones y decapitaciones. En el museo napolitano La flagelación está flanqueada por dos versiones de Salomé con la cabeza del Bautista. Ningún lienzo, no obstante, como David con la cabeza de Goliat, donde, según todos los indicios, se autorretrató en la cabeza del gigante degollado, una expresión en la que no sabemos si priva más la culpa, la desesperación o el desconcierto, aunque seguramente, en el ánimo del pintor, todo al mismo tiempo.

Los acusados de los cuadros de Rouault se asemejan mucho al gran acusado que quiso ser Caravaggio.

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