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Columna
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Señales

Algo parece estar cambiando en la política vasca. Es una expresión ya tópica, que se viene aplicando desde hace años ante cualquier expresión atípica dentro del mundo radical. Sin embargo, no creo equivocarme si digo que el gran cambio se ha producido, en realidad, en el otro mundo, en el no nacionalista, mundo al que no se le ha prestado la debida atención mediática por un error de perspectiva, de apreciación y de análisis. Lo que ha cambiado en el mundo radical -y en el nacionalismo en general- lo ha hecho a resultas de los cambios producidos en el otro mundo. Campando por sus respetos durante muchos años, el cosmos nacionalista no ha dado un solo paso por voluntad propia, por una exigencia interna derivada de algún tipo de reflexión política o ética. Cualquier conato de cambio en el mundo radical, por ejemplo, cualquiera de esas pequeñas disensiones que tanto se auscultaban y de las que tanto se esperaba, ha sido siempre abortado, y a la postre el movimiento lo ha determinado en toda ocasión la presión externa. Sólo cambian si los demás cambian y les obligan a ello. El gran inconveniente de nuestro fallo de perspectiva, de la errada dirección de nuestras esperanzas, es que ha resultado doloso y ha servido además para alimentar a las fieras. Se esperaba demasiado de ellos, y todo lo demás debía pararse para que ellos se movieran. Para todo lo demás, el perjuicio derivado de esta actitud ha sido inmenso.

La historia tendrá un juicio más certero sobre lo que ha ocurrido estos últimos veinte años. Pero hay que escuchar la voz de los perjudicados, por parcial que resulte, para evitar recaer en las fallidas esperanzas y tratar de ser justos. Por eso, no por perjudicado sino reivindicando mi parcialidad, me atrevo a sancionar las razones del cambio. Y repito, éste se está produciendo gracias a y debido a que ha tenido lugar sobre todo en el mundo no nacionalista. Y lo ha hecho a contracorriente, en medio de la mayor incomprensión, culpabilizado, denostado como obstáculo para un cambio que se esperaba que se produjera donde no podía producirse. Eran reacciones de dolor comprensibles, pero políticamente reprobables. Imperativo ético e imperativo político parecían oponerse, y si a uno de los lados se le debía la compasión (ritual y pasiva), la acción sólo era esperable y deseable del otro.

Hace unos días hizo su presentación pública Aldaketa, una plataforma para el cambio político. Es otro eslabón más del cambio al que me estoy refiriendo y un nuevo paso en el proceso de exigencia externa hacia el mundo nacionalista. Nacido de sensibilidades plurales, en su manifiesto hay formulaciones claras y contundentes que hace unos años, muy pocos, eran impensables en algunas de esas sensibilidades. Y esa claridad, nada coyuntural, es fruto, no inicio, de un proceso largo y atormentado que, con seguridad, no ha estado exento de errores. El acontecimiento liminar del cambio quizá fuera la reacción popular tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco, pero el fermento se estaba gestando ya algo antes. Hay que remontarse al nacimiento de los grupos pacifistas para trazar una historia del cambio. A la iniciativa, por ejemplo, de Cristina Cuesta, insólita en aquellas fechas, tan insólita que tuvo que ofrecer su rueda de prensa en un centro de enseñanza porque no había otro local en San Sebastián que le abriera sus puertas. En aquellos años, nada podía hacer mudar a la barbarie sino la resignación y el silencio. Pero aquel puñado de personas que se colocaron a partir de entonces tras una pancarta en la plaza de Guipúzcoa iniciaron el proceso del que hablamos.

Desde entonces ha llovido mucho. Se ha sufrido mucho, se han quemado muchos, se ha matado mucho, pero se han extraído enseñanzas fundamentales. El mundo no nacionalista supo que no era un mundo a extinguir y que al mostrar sus reivindicaciones y principios afirmaba su existencia. Ese es el elemento fundamental del cambio. En el camino, se habrán dado pasos más o menos acertados, con los que hasta se habrá podido estar en desacuerdo. Pero resulta difícil ser ecuánime en el horror, y hoy sería una injusticia olvidarnos de quienes llegaron incluso a arruinar sus vidas por ejercer un acto de justicia. Les debemos nuestro futuro.

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