¿Por qué un referéndum?
La Constitución española es muy cautelosa en el uso del referéndum. Lo exige sólo en caso de reforma de la Constitución, bien cuando cumplidas determinadas condiciones lo pida una décima parte de cualquiera de las cámaras (artículo 167), bien cuando la reforma implique una revisión total, concierna al título preliminar o a los dos primeros (artículo 168). En los demás casos el referéndum es consultivo (artículo 92), sin que el resultado vincule a los poderes del Estado. Una construcción un tanto extraña, ya que no cabe concebir que el Gobierno mantenga una opinión contraria a la expresada por la ciudadanía; diga lo que diga la Constitución, todos los referéndums son vinculantes.
Aun así, la Constitución española ha acertado al establecer una democracia parlamentaria y representativa, sin tomar demasiado en cuenta formas de democracia directa, como conocen otros países, por ejemplo Suiza, que recoge tradiciones muy antiguas que, por otro lado, hicieron tan difícil, conviene no olvidarlo, el que la mujer accediera al voto. Pero no es el momento de entrar a discernir ventajas e inconvenientes de la democracia directa, que, sea dicho de paso, demagogos y dictadores suelen alabar como la forma más avanzada de democracia. No en balde, en la democracia ateniense, ejemplo cabal de democracia directa, fue donde con una amplia diversidad de tipos y caracteres floreció el demagogo, y los españoles de mi generación mantenemos fijo en el recuerdo el uso que del referéndum hizo el general Franco, la única forma de "democracia" que prácticó, alcanzando con este medio la adhesión popular más alta de nuestra historia. Triste experiencia que tal vez se refleje en la actitud tan precavida que la Constitución muestra respecto al referéndum, que quizá en situaciones constituyentes pueda ser imprescindible como último marchamo de legitimidad, pero al precio de simplificar, en un sí o no, cuestiones siempre complejas que necesitan matizarse. En el Parlamento, que representa a toda la ciudadanía, los temas pueden debatirse con mayor amplitud de miras y capacidad de diferenciación. En todo caso, de ningún modo se resuelven los problemas de representatividad y eficacia que hoy plantea el Parlamento, sustituyéndolo por formas de democracia directa, aún mucho más problemáticas.
El Gobierno convoca un referéndum consultivo para ratificar el Tratado constitucional de la Unión Europea, cuando ya lo ha firmado el presidente del Gobierno y cuenta con mayoría más que suficiente en el Parlamento. En el caso muy improbable de que el pueblo dijese no, se crearía un choque frontal con un Ejecutivo y con un Parlamento que están claramente por el sí, originando una crisis constitucional de dificilísima solución. Lo que las instituciones del Estado consideren positivo, el pueblo lo rechaza. Y si, por el contrario, como parece seguro, una mayoría ratificase la voluntad del Gobierno y del Parlamento, entonces ¿por qué se consulta en un referéndum no preceptivo ni vinculante lo que en una democracia parlamentaria ya está previamente decidido por los órganos pertinentes? Dada la envergadura de la crisis que se produciría de ganar el no, ya que los grandes partidos, al estar por el sí, quedarían desautorizados, hay que estar muy convencido de que va a ganar el sí para con un mínimo de responsabilidad poder votar no. Si además en este tipo de referéndums el no va más bien dirigido contra el Gobierno y el sí simplemente a apoyarlo, sin mayor consideración por el asunto que se decide, algunos podrían pensar que, en vez de contribuir a tanta confusión, lo mejor sería quedarse en casa. Al fin y al cabo, la sola cuestión que está por dilucidar es la cuantía de la participación, y la Ley Orgánica del referéndum 2/1980 exige la mayoría absoluta de los electores de cada provincia, que es el riesgo que corre el Gobierno.
Se dirá que una Constitución europea, a semejanza de lo que ocurre con la española, conviene sea ratificada en referéndum. Aparte de que no es tal (primer tema que habrá que debatir será el carácter no constitucional de la llamada Constitución europea), decisiones de mucho mayor calado, como el ingreso en la Comunidad Europea en 1986, o la entrada en el euro en 1999, no han sido ratificadas en referéndum. No basta refugiarse en su aspecto legal y afirmar que el Gobierno puede tomar la decisión, sin argumentarla ni justificarla, de convocar un referéndum siempre que lo crea conveniente; al fin y al cabo, importa saber lo que piensa la gente. Claro que para este fin bastan las encuestas, sobre todo, como es el caso que nos ocupa, no cabe la menor duda de que la mayor parte de los españoles, a menudo por razones muy distintas, somos europeístas convencidos.
Preocupa aún más esta convocatoria, si la relacionamos con el último referéndum no vinculante, celebrado en 1986 con motivo de la permanencia en la OTAN. Cuando el Gobierno de Calvo Sotelo, inmediatamente después del 23-F, decide meternos por la vía rápida en la Alianza Atlántica -de alguna manera se presentía una relación inaprensible entre el fracasado golpe militar y nuestras dubitaciones a entrar en la OTAN-, el jefe de la oposición, don Felipe González, declara solemnemente que si entramos por una decisión del Parlamento, saldremos también por otra del nuevo Parlamento que se elija en las próximas elecciones, pero además ratificada en referéndum.
Se promete un reférendum para salir de la OTAN, pero cuando luego el Gobierno, que ha ganado de manera aplastante las elecciones de 1982, entre otros motivos por anunciar la salida de la OTAN, cambia de opinión, para lo que tiene sin duda muy buenas razones, pero mantiene el referéndum, no para salir, como había prometido, sino para quedarnos, ha programado un conflicto grave entre ciudadanía e instituciones del Estado. El país se divide entre los que están a favor de la salida de la OTAN, un frente amplio que va desde el pacifismo a la izquierda radical, y los que han estado siempre en contra de la salida (dejemos a un lado la barbaridad de Alianza Popular de estar por la permanencia y recomendar la abstención), o han cambiado de opinión con el Gobierno. Sólo una minoría insignificante no nos colocamos en un bando ni en el otro, sino en contra de la celebración del referéndum. ¿Qué tipo de demócrata es usted que quiere impedir que se manifieste el pueblo?, me arrojaban a la cara verbalmente y por escrito.
En aquel debate que casi mantuve en solitario no caló la argumentación que insistía en lo inadecuado que era un referéndum que enfrentaba a una buena parte de los ciudadanos con los órganos constitucionales (Gobierno y Parlamento), sobre todo, como diría Felipe González en el último momento cuando el agua le llegaba al cuello, porque el referéndum dejaba abierta la cuestión principal de quién gestionaría el no, en el caso de que saliera vencedor, que es lo que daban las encuestas. Un argumento de peso que apelaba a la responsabilidadde los dubitativos: si de todas formas vamos a permanecer en la OTAN, ya que los grandes partidos están de acuerdo en este punto, ¿para qué arriesgar una enorme crisis constitucional, votando no? Yo, en cambio, me preguntaba y preguntaba a mis lectores, ¿para qué un referéndum en el que sólo tendría sentido votar sí, creando, sin embargo, el espejismo, en el que cayeron muchos, de que estaríamos ante un verdadero dilema? La respuesta se la calló González, pero era obvia, porque si disuelvo las cámaras, las encuestas me dan dos millones de votantes enfurecidos que dejarían de votarme porque no ha habido el referéndum prometido. En una democracia representativa hay que impedir que surja una situación que enfrente a la población con las instituciones. Si el Gobierno y el Parlamento han cambiado de opinión respecto a la salida de la OTAN, la solución no podía consistir en convocar un referéndum -se había prometido para ratificar la salida, no para permanecer- que no es preceptivo ni tendrá operatividad alguna, pues, sea cual fuere el resultado, la voluntad manifiesta de los grandes partidos era permanecer en la OTAN. En una democracia parlamentaria que se tomase en serio la única opción consistía en disolver un Parlamento en el que una buena parte de los diputados habían conseguido su acta prometiendo que nos iban a sacar de la OTAN y convocar elecciones, sabiendo ahora el electorado la posición que cada partido tendría ante la permanencia, y no dar el tristísimo espectáculo de un grupo parlamentario que vota como un solo hombre en contra de lo que habían prometido en la campaña. Tengo la impresión de que si de algo se ha arrepentido Felipe González ha sido de la manipulación que supuso un referéndum que, si bien a corto plazo fortaleció su poder, a la larga los costos fueron muy altos, no sólo por las filesas que se empezaron a organizar para financiar los gastos de la campaña, sino sobre todo porque es muy difícil, aunque a primera vista parezca lo contrario, gobernar con un partido que no tiene otro afán que permanecer en el poder. En democracia, a diferencia de las dictaduras, sólo se puede cooperar con personas capaces de decir no. De ahí que educar para la democracia, en última instancia, consista en formar ciudadanos que sean capaces de decir no, por alto que sea el precio que de inmediato tengan que pagar. Cierto que hoy las circunstancias son muy distintas. No hay ninguna razón de política interna que presione a favor de un referéndum y la mayor parte de los españoles están muy satisfechos de pertenecer a la Unión Europea, a la que debemos mucho y de lo que además somos muy conscientes. En la mayoría de los países de la Unión, tal como prescriben sus ordenamientos jurídicos, la ratificación del Tratado será parlamentaria. De los referéndums anunciados dos presentan resultados inseguros, uno en Francia en el que al final el sí ganará por los pelos, y otro en el Reino Unido, donde parece mucho más difícil que esto ocurra. La pregunta que me hago, y a diferencia de 1986, no encuentro una respuesta que me satisfaga, es ¿por qué se celebra un referéndum que no es preceptivo ni vinculante y que nos coloca en el disparadero de comportarnos como corderitos que dicen amén a la propuesta del Gobierno, o bien, si ganase el no, prepararnos para una crisis constitucional de envergadura, sin que por ello vaya a cambiar el voto del Parlamento? No me cabe en la cabeza que Rodríguez Zapatero, seguro de que triunfa el sí, se haya decidido por un referéndum para estatuir un ejemplo en Europa que ayude a los europeístas franceses y británicos. No puedo imaginar que crea tan decisiva nuestra influencia y, además, a tan largo plazo. Pensemos bien y demos por sentado que con la convocatoria del referéndum lo único que pretende el presidente, como hombre de izquierda, es abrir un gran debate sobre la Europa social y democrática que queremos, por cierto muy distinta de la que estamos construyendo con las sucesivas ampliaciones, incluyendo la más desestabilizadora que se divisa en el futuro, la de Turquía. ¿Acaso el presidente sólo pretende poner a nuestra consideración la falta de concreción en los temas fundamentales de identidad y límites de Europa, democratización de las instituciones y diseño de una política social común, carencias que destacan en el Tratado constitucional sobre el que nos pide nuestra opinión? No; tampoco puedo acabar de creerme que, por idealista o ingenuo que sea el presidente, ésta haya sido su intención al convocar el referéndum; más bien me temo que el discurso oficial se quede en lo mucho que debemos a Europa, lo que es bien cierto, y el paso adelante que significaría el Tratado, que no lo es tanto. Y sobre todo se calla que si no fuera ratificado el Tratado, lo que pudiera ocurrir, aunque no por culpa de España, no se derrumbaría el edificio de la Unión, sino que, al contrario, tal vez surgiera entonces la oportunidad de que se lograra algún día una Constitución europea que lo fuese de verdad. A lo mejor para evitar la catástrofe de que ingrese Turquía sea preciso que no se ratifique el Tratado Constitucional.
Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.
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