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Tribuna
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La humilde lección del pasado

Para los que somos adictos a la prensa, no todos los días son días buenos. Hay jornadas que transcurren de manera perfectamente gris mientras pasamos las hojas de los periódicos. A veces, sin embargo, una noticia, una foto, quizá un chiste gráfico nos ilumina el día y damos por bueno el paseo a través de la opinión publicada. Algo parecido me ocurrió a mí el otro día cuando encontré un pequeño reportaje que me llamó la atención. Se trataba de la glosa de un estudio del jefe del Servicio de Neurología del Hospital La Fe, Juan Jesús Vílchez. De acuerdo con éste, la razón de que Sueca (la capital de la Ribera Baixa) se encuentre a la cabeza de España en número de enfermos de distrofia muscular es debido a una mutación genética introducida en el momento de la colonización cristiana. Sueca se incorporó al Reino de Valencia en 1244 y, en ese mismo instante, uno de los colonos con los que Jaume I repobló la zona debió introducir la dolencia. Como resultado de la sucesión de las generaciones, y debido a la endogamia congénita en las pequeñas poblaciones, en la actualidad los enfermos de distrofia en Sueca suponen un número 25 veces mayor al nivel medio.

Convendrán conmigo que esta historia tiene una enorme capacidad de sugestión. Que unos vecinos de Sueca, en mayor número que en cualquier otro lado, tengan que verse en silla de ruedas por algo que ocurrió hace ocho siglos no deja de resultar curioso. De hecho, la investigación en curso busca determinar cuál de los primitivos moradores que se vieron agraciados por el rey en el reparto de las tierras es el responsable de la alteración genética cuyos estragos continúan en la actualidad. En Els fundadors del Regne de València, de Enric Guinot, vienen inventariados esos primeros vecinos de Sueca y me he molestado en consultar la lista. Allí están Berenguer Alta-riba, Pere Andreu, Arnau de Campgalí, Berenguer Escrivà, Ponç Guillem, Pere Llobet, Huguet de Milà, Guillem Riera o Ramon de Tarragona, entre otros. Son un total de cincuenta y siete colonos, y en esa lista primigenia está el motor del proceso que nos ha llevado hasta aquí.

Para los que somos de letras, los descubrimientos científicos siempre se nos aparecen nimbados con la pequeña aura del misterio. Hay algo de mágico en esas proezas al entorno del genoma humano y, de todos modos, cualquier descubrimiento que nos permita bucear a lo largo de ocho siglos es fascinante por definición. Ese gen que se ha mantenido inalterado casi ochocientos años para venir a desembocar en los suecanos contemporáneos como una herencia letal es la lección de la historia que, buena o mala, permanece como evidencia entre los tubos de ensayo y los libros viejos para que no la olvidemos.

A mí la noticia, además, me ha hecho pensar en otra cosa. Al fin y al cabo, vivimos en un país donde la derecha política sostiene (y sin aguantarse la risa, a lo que parece) que el idioma propio no tiene nada que ver con el catalán. Los valencianos hablaríamos valenciano, según esas mentes preclaras, desde tiempos inmemoriales, absolutamente ajenos a la conquista catalano-aragonesa. Quizá el idioma derivó del latín por su cuenta, aunque sin testimonios que lo prueben, o lo hablarían los dichosos mozárabes, unos personajillos que se hicieron famosos en la transición por las virtudes con que los adornó el anticatalanismo, ajeno alegremente a la evidencia histórica de que muchos años antes de la llegada de Jaime I ya no quedaban prácticamente mozárabes en la Valencia musulmana. Y ése es el problema: el virus de la historia. Porque la historia, como la ciencia, busca tener sus propias reglas, y la primera es el sentido común. ¿A qué viene, si no, que los colonizadores catalanes del siglo XIII dijeran (mano) y nosotros también ahora digamos mà, o dijeran nas (nariz) y nosotros igual, o dijeran braç (brazo) y nosotros también, o dijeran ull (ojo) y lo mismo nosotros y así con cada una de las partes del cuerpo? Y utilizo las partes del cuerpo porque son el tipo de palabras que se diferencian enseguida en idiomas diversos. Pero valenciano y catalán no son lenguas diferentes, porque hay una evidencia científica -genética- que lo establece, igual que esa alteración en aquel vetusto colono jaimino nos proyecta en las trágicas sillas de ruedas de la Sueca de hoy. Es tan simple como eso, y sin embargo, no quiero decir que haga falta renunciar a la entrañable denominación de valenciano para referirse a la lengua común, ni que nuestros derechos (sic) se vean pisoteados si aceptamos la genealogía septentrional para explicar el origen del idioma. Ya sé que esto no va a convencer más que a los que ya estaban convencidos, pero, sinceramente, me gustaría poder razonar un día, compartiendo quizá un güisqui, con esos arrogantes espadones de la derecha que siguen haciendo demagogia con este tema. Les contaría la parábola genética de la distrofia muscular suecana. ¿La entenderían?

Joan Garí es escritor.

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