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Columna
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Cultura

Para resolver el problema de la enseñanza de la religión en las escuelas a gusto de todos, o sea, de nadie, reaparece un vez más la idea de considerar la religión como parte de la cultura. Con este criterio, se incluiría en el plan de estudios una asignatura denominada cultura religiosa. Una vez más nos perdemos en el pequeño pero intrincado bosque de la terminología. El argumento de que la religión es cultura resulta válido hasta cierto punto: sin conocer la historia de la torre de Babel no se entiende bien el conflicto entre el valenciano y el catalán, pero quien no sepa lo que le hizo la burra de Balaam a Balaam (Núm., 22, 22-35) puede ver las películas de la mula Francis, que tanto divertían a Terenci Moix. Ahora, como solución del problema, la propuesta se muerde la cola. Si la religión es parte de la cultura, no tiene ningún sentido desgajarla de las manifestaciones culturales en las que se integra. Es decir, que si el conocimiento de la mitología judeo-cristiana sirve para entender algunos cuadros de los museos, habría que incluir la religión en la asignatura de Historia del Arte, junto con la mitología greco-romana y la egipcia. Lo contrario obligaría, en rigor, a estudiar la Historia del Arte dividida por temas o por asuntos. Y no digamos lo que pasaría si aplicáramos este criterio a la literatura. Los autos sacramentales de Calderón de la Barca irían para examen en la asignatura de cultura religiosa; las comedias de capa y espada, en la de literatura, y algunos dramas de honor, en la de psiquiatría.

Seamos realistas. Por más que el Estado sea laico, la religión, del modelo que sea, es un factor importante en la vida de todos: de los creyentes y de quienes sin serlo hemos de convivir con ellos. Y no es cuestión de dejar el tema en manos de las iglesias para que los manejen a su conveniencia, del mismo modo que no es cuestión de dejar la educación sexual en manos de los exhibicionistas que esperan a las nenas a la puerta del colegio con la gabardina y el señuelo de la piruleta. Incorporémosla, pues, al plan de estudios como lo que debería ser: una signatura. No es fácil despojarla de su lastre esóterico, ya lo sé, pero no es solución hacer ver que ya no existe. Todo es cuestión de perderle el miedo.

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