Por el Museo Picasso
Un recorrido por Málaga que tiene como hilo conductor la formidable obra del artista
Estoy en San Agustín, muy cerca de la catedral y frente a la vivienda que sirve de mezquita, en Málaga. San Agustín es una iglesia de fachada roja, alta, tres naves de sobriedad dieciochesca, con estatuas de estampa infantil. Leo una lápida en la pared, "Esta capilla y entierro es de don Antonio Coolman, y de sus herederos y sus sucessores. Año de 1675", y me pregunto quién sería este católico inglés, Hombre Frío, o Tranquilo, Coolman, o quizá galés o escocés o irlandés, ante la capilla lateral donde se guarda la imagen de Nuestro Padre Jesús en la Entrada en Jerusalén, de 1942, escuálida como aquellos años, Cristo en túnica escarlata y oro, manso y montado en una asna, o un asno, como dijeron el evangelista San Marcos y el profeta Zacarías. Entro en lo que parece sacristía, y me veo en una plazuela que parece un patio, al pie de una higuera de tronco misterioso.
Y, por sorpresa, ya estoy en la librería del Museo Picasso. Me he colado por la puerta trasera, así que cruzo el edificio y vuelvo a estar en la calle de San Agustín, ante el palacio de los Condes de Buenavista, que fue Museo de Bellas Artes y ahora es Museo Picasso, como si un solo individuo pudiera ser todas las artes y una multitud de pintores. Piedra y tejas y ladrillo y maderas, cielo y agua, la casa es espléndida, recogida en torno a un espléndido patio, habitada por Picasso, digámoslo así, entre turistas, en domingo. Veo los cuadros. Somos casi tantos como cuadros, gracias a Dios. Hay museos en los que cuesta descubrir esas obras secretas que no vienen en las láminas de los libros, pero este Museo Picasso es una colección de obras secretas, emocionantes y asombrosas. En una esquina, por ejemplo, se esconde un humilde apunte de Les demoiselles d'Avignon. Y, en los dibujos a lápiz, siguen aleteando los dibujos tachados, como si, ante nuestros ojos, la mano que pinta rectificara todavía una línea. Estoy viendo el diario del pintor, obra a obra, con la fecha en el papel, la tabla o el lienzo.
Vi a Jesús y ahora veo al niño sobre el asno, Pablo Picasso, el hijo, ecuestre a los dos años, el 15 de abril de 1923, como una postal de heroísmo doméstico. Y, un día antes, el 14 de abril, el niño, en primer plano, lleva el mismo gorro blanco con florón que llevaba sobre el burro. O miro a una niña con muñeca, la hermana del pintor, Lola, en Barcelona, hacia 1896, y la muñeca parece el alma de un ventrílocuo, y un monigote japonés mira fijo al adolescente pintor, un Picasso de 15 años, o a nosotros, que miramos, como si estuviéramos escuchando detrás de una puerta para saber más de nosotros mismos. Y, más de cincuenta años después, otra niña tiene otra muñeca, Paloma Picasso, la hija, dos veces pintada, como si la niña o el padre hubieran cambiado de humor, y hubiera habido que pintarla dos veces en un solo día, el 13 de diciembre de 1952.
Es como si estuviéramos leyendo los diarios de un hombre que se llamó Picasso. Aquí aparecen de repente las mujeres queridas, juntas por azar en un misma habitación, dos caras, Marie-Thérèse Walter, en tinta china, del tamaño de una carta de la baraja, y, un poco más grande, óleo sobre lienzo, Olga Kokhlova, a finales de 1917, o más grande, con un cuello de armiño, y pegotes de pasta blanca en la frente, la nariz, los pómulos y el armiño del abrigo, Olga en 1923. Invadimos el interior hogareño, circo y teatro. Ahí da la voltereta la espléndida Mujer Acróbata, pintada sobre una puerta de armario, mientras Olga se pone en la cabeza, como si fuera una mantilla, el mantel de la mesa de la pensión (los labios de esta Olga me recuerdan una nota del breviario de Gesualdo Bufalino: "Dos labios exiguos, secos, rectos: tienen que dar besos feroces").
Todo es interior, familiar, las playas francesas con hamacas, los bañistas de manos como aletas o palas para la pelota, los animales, un dálmata y unos gatos irritados y negros, o verdinegros, con el rabo como un sable, o comiéndose un gallo, y el cuchillo sobre el plato, como si sonara una canción que se oía en la infancia, "el cuchillo en la mesa, pa' cortarte la cabeza". Y las manos de las madres alrededor de sus hijos, manos mutantes, hinchadas de ansia de posesión imposible, de un rojo carnal. Y las ceremonias religiosas, sociales, la familia siempre, en la Navidad de 1920, en torno al cura, y una mujer sin cabeza y con misal en la mano, carboncillo sobre papel.
En la casa de hace 500 años, recuperada para el presente por los arquitectos Gluckman, Cámara y Martín Delgado, también comparece el joven Picasso de Barcelona y los primeros días en París. Una mujer mira la fiesta desde fuera, hacia 1898, luces y baile, y el pintor pinta un pañuelo verde y una falda bermellón, anaranjada, y unos pies fantasmales de mujer solitaria que bailan solos. El pintor espía implacablemente. Tiene la frialdad de mirar al amigo que lo acompañó en su fuga a París, Carles Casagemas, y pintarlo al óleo, sobre cartón, con el agujero del tiro que acaba de darse en la sien, en 1901. Este museo se ve como si fuera el laboratorio secreto del genio, el genio sin careta de genio. Si bajamos al sótano, encontramos la calle que conducía a las bodegas del palacio de los Condes de Buenavista en el Renacimiento: lleva exactamente a una ciudad fenicia y una ciudad romana. Hay aquí un ungüentario del siglo VI antes de Cristo, pero, si subo la escalera, 2.500 años, veo un jarrón-torso en arcilla, de 1961, pintadas en amarillo las dos piezas de un bikini, el bañador explosivo que tomó su nombre del atolón donde probaban las bombas atómicas. Picasso pasaba el invierno en Cannes.
Casa Guardia. Visita a un bar de hace dos siglos, casi intacto. Sólo han subido las mesas que sirven de mostradores, para amoldarse a la estatura del presente. Vinos de Málaga. Cerveza muy fría. Conchas finas y gambas. En la Alameda, exactamente junto a la Librería Luces.
Triángulo de las Librerías. Una manera de recorrer el centro histórico, desde la Alameda decimonónica a la calle Álamos, desde la Librería Luces (Alameda Principal, 16), a Rayuela (Cárcel, 1) para terminar en Proteo (Puerta Buenaventura, 3), la librería con más tradición de la nueva Málaga democrática. Podemos añadir casi toda la música universal en una de las tiendas más pequeñas del mundo: Discos Candilejas, en Santa Lucía, 9.
Paseos por Málaga. Es un libro de bolsillo, de Juan María Montijano y Eduardo Asenjo, editado por la Universidad malagueña, 200 páginas para recorrer en buena compañía la ciudad milenaria.
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