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La resistencia democrática

Fernando Savater

Tres días después del asesinato de Theo van Gogh estuve en Utrecht, invitado a pronunciar una conferencia por la Alianza Humanista, que reúne a diversas organizaciones humanistas y educativas holandesas. El tema de mi intervención -acordado antes del crimen- fue la educación cívica en nuestras actuales democracias europeas. Por supuesto, el impacto del trágico suceso se hizo notar tanto en el coloquio posterior a mi charla como en las varias entrevistas que mantuve con la prensa a continuación. El ambiente que noté en gran parte de mis interlocutores era de angustiada perplejidad e incluso de desánimo, lo cual no deja de ser lógico porque sucesos así son aún afortunadamente insólitos en los prósperos y tolerantes Países Bajos. Como yo venía de unas latitudes mucho más castigadas a ese respecto, intenté compartir con ellos nuestra experiencia de lucha antiterrorista con medidas no sólo policiales, sino también judiciales y políticas (gracias a las cuales, en el caso de ETA, habíamos pasado de decenas de crímenes anuales a llevar más de año y medio sin ninguna víctima mortal). Por supuesto, también insistí en la importancia de plantear una educación ciudadana y laica para prevenir la amenaza que sin duda va a gravitar cada vez más agudamente sobre Europa en los próximos años.

Entre los comentarios que se me hicieron, algunos muy interesantes, me dejó especialmente perplejo el que quizá era más frecuente: "¡Qué optimista es usted!". A mi juicio, el panorama del presente y del futuro de nuestras democracias que les estaba trazando era cualquier cosa menos "optimista", incluso aceptando que procuré no acentuar sus aspectos más ominosos. Finalmente comprendí que me consideraban optimista porque daba por sentado que era necesario y posible hacer algo eficaz a partir de nuestros valores y nuestros principios para contrarrestar el ascenso violento de ideologías integristas y totalitarias. Es una actitud con la que ya estoy familiarizado en mi propio país: mientras los más brutos del lugar vociferan que hay que exterminar a los adversarios y de paso, con ellos, las garantías de nuestro sistema democrático, los bienpensantes se resignan a aceptarles hasta en sus peores extremismos e incluso a acordar con ellos al cincuenta por ciento las reglas de juego de nuestro futuro. Una joven periodista me confesó que ella se encontraba totalmente desanimada ante lo que nos aguardaba: no pude por menos de señalarle que si son sólo el desánimo entreguista o la brutalidad las vías abiertas ante quienes habitamos los países más desarrollados democráticamente del planeta, ¿qué esperanza le cabe al que vive en Ruanda, en Arabia Saudí, en Chechenia o en Ecuador?

Por supuesto, en contra de lo que absurdamente se asegura a veces (confundiendo la desaprobación moral con el diagnóstico político), no todas los terrorismos que amenazan nuestra convivencia en las democracias europeas son iguales. De aquí, por ejemplo, la importancia de conservar en su integridad en España el vigente pacto por las libertades y contra el terrorismo. En efecto, ETA no es lo mismo que Al Qaeda. ¿Por qué? Obviamente, porque ETA cuenta con apoyos y complicidades políticas entre nosotros, mientras que Al Qaeda -¡al menos hasta la fecha!- no los tiene. Por eso no puede mezclarse el repudio político de ambas organizaciones criminales y tratarlas de igual modo. A diferencia del terrorismo islamista, que pretende desestabilizar las instituciones democráticas, pero sin contar con ningún recambio viable a medio plazo de ellas, los etarras y sus servicios auxiliares pretenden obtener por la fuerza una modificación de la ciudadanía actual, de modo que pase a fundarse en raíces étnicas que la desnaturalizarían y la pondrían bajo su control. Los medios de unos y otros pueden ser semejantes, pero los fines etarras son infinitamente más verosímiles y plausibles, siempre que encuentren la aquiescencia de los timoratos.

De ahí que precisamente lo más importante del vigente pacto antiterrorista sea el preámbulo que algunos tratan de descartar como ocioso o pasado de moda. Porque ese preámbulo incide en la condena de los objetivos políticos de ETA, condensados en el llamado Pacto de Lizarra que excluía a los no nacionalistas de la gestión de su propio país, con el apoyo de otros nacionalistas no violentos y también -conviene recordarlo- de IU y de Elkarri. Gracias a las derivaciones de tal pacto, como la Ley de Partidos, se ha conseguido aislar política y socialmente a los violentos, impidiendo el doble juego -a la vez la lucha incruenta parlamentaria y la guerra civil de baja intensidad- que pretendían llevar a cabo. El resultado práctico no ha sido empeorar el problema y multiplicar los apoyos a ETA, como tanto nos advertían interesadamente algunos, sino asfixiarlos y obligar a bastantes a buscar vías diferentes para defender sus ideas. Cancelado ya el mito de la invencibilidad de ETA, ahora es urgente acabar con otro, que dependía de aquél: la inalterable hegemonía nacionalista como marco político necesario del País Vasco en paz. Por ello es preciso recordar que las primeras elecciones realmente significativas de la Euskadi futura serán las que tengan lugar no sólo en ausencia de violencia, sino sin la amenaza de que la violencia puede regresar si el resultado no complace a quienes la han ejercido o se han aprovechado políticamente de ella.

Respecto al terrorismo islamista, la situación es mucho más compleja y necesita medidas policiales internacionales cuyo alcance estamos comenzando a vislumbrar. También disposiciones contra cualquier forma de exclusión social o laboral que favorezca el caldo de cultivo y reclutamiento de los extremistas. Pero no menos importantes son ciertos cambios ideológicos, con incidencia en el campo educativo. Por ejemplo: criticar determinados comportamientos sociales, políticos o religiosos no tiene por qué ser anatematizado como "racismo", como enseguida vocean los propaladores de sandeces. Racismo sería considerar que ciertas prácticas, como el esclavismo, la antropofagia o el avasallamiento de la mujer están necesariamente ligados a determinadas etnias; pero quienes las denuncian y piden a los que las ejercen que cambien de conducta son precisamente lo contrario de racistas. Ni es "antiamericano visceral" quien critica la política del actual Ejecutivo norteamericano ni es xenófobo o racista quien señala los aspectosincompatibles con la democracia de ciertos planteamientos integristas islámicos, que pueden modificarse históricamente como lo fueron otros semejantes de otras doctrinas.

Y ello conduce a replantearse no ya el papel de las religiones, sino el papel de las iglesias en las sociedades democráticas, es decir, laicas. Como está tristemente demostrando gran parte de la jerarquía católica en nuestro país, muchos clérigos consideran que se les persigue en cuanto se les cercena la capacidad de perseguir. No consideran las creencias religiosas como un derecho de cada cual, sino como un deber de todos (coinciden en esta actitud, por cierto, con los nacionalistas: ¿por qué será?). De modo que resulta tanto más importante que la educación escolar no contenga la prolongación institucionalizada y públicamente financiada de los dogmas clericales de cada grupo, sino una consideración abierta y crítica de las exigencias morales de la ciudadanía. La actitud reciente de bastantes obispos españoles y del Vaticano son la mejor prueba de que la formación religiosa catequística no puede convertirse en modo alguno en una asignatura curricular de bachillerato. Y si eso ocurre en una Iglesia más o menos "domesticada" ya por décadas de convivencia democrática, imaginen lo que será con otras que provienen de sustratos teocráticos. De ahí lo disparatado de las recientes declaraciones de la directora de asuntos religiosos: por un lado, se costearán clases de islamismo, en contra de lo que pretenden los laicos, que quieren erradicar cualquier catecismo como asignatura escolar; por otra, se renuncia a vigilar la enseñanza de los imames en las mezquitas, apelando al "autocontrol" de los feligreses. Si se pueden autocontrolar, ¿por qué no se pueden autofinanciar? Si van a recibir ayudas gubernamentales, ¿por qué se renuncia a verificar sobre el terreno que no son utilizadas para fomentar ideas desestabilizadoras y contrarias a la armonía ciudadana? Sin excesos paranoicos ni inquisitoriales, éstos son temas que exigen un debate público de mucho mayor calado. Quizá las movilizaciones que anuncia la Iglesia católica contra ciertas disposiciones legales reales o supuestas sean el momento adecuado para plantearlo.

La periodista holandesa, cuya juventud la mantenía adicta a las taxonomías verbales políticas y algo miope ante sus paradójicos contenidos en la realidad social, me preguntó finalmente si no temía que mis ideas fuesen tachadas de "conservadoras". Le repuse que si lo que se trataba de conservar era el sistema democrático y sus falibles ventajas ante nuevas agresiones de cuño etnicista o integrista, asumía mi conservadurismo de muy buen grado. No sé si la convencí, pero yo me quedé la mar de a gusto.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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