Esa gran cabrona, estimado Joan Ramon
A pesar de formar parte de las virtudes teologales, la bondad viste mal en los mercados del mundo. Ni alcanza la irrefrenable seducción de la maldad, ni resulta cómoda como compañera en los avatares de la vida. Podemos llegar a odiar a los malos, pero admiramos su sinuosa maniobrabilidad, su instinto depredador, su fatal belleza, y ahí estamos, buscando cobijo bajo su paternal paraguas. Sin embargo, los buenos..., ¡qué extraño material humano!, ¡qué insólita vecindad! Los buenos quedan bien para la santidad civil (la otra está llena de locos, fanáticos y malos malísimos), pero uno no sabe nunca qué hacer con ellos, y así, acelerados en el aprendizaje de la vida, a menudo los perdemos de nuestro lado, demasiada luz, demasiada fuerza.
Si ahora Joan Ramon me leyera, haría un chiste. O quizá me sacaría uno prestado de esos que siempre llevaba a cuestas. Todas esas tonterías de la bondad, ¿de qué hablo? Y, sin embargo, Joan Ramon Mainat, el "hermano del trinco", el brillante cerebro embutido en un orondo y dinámico cuerpo, era un hombre realmente, brutalmente, indiscutiblemente bueno. Fue, además, un auténtico inventor del lenguaje televisivo, creador de algunas fábricas de sueños, poseedor de un instinto comunicador que produjo diversión, ilusión y magia. Las biografías hablarán de su densa vida vivida, desde su paso por los Maristas hasta sus Canet Rock o sus pinitos en los calabozos de la España negra. Nos explicarán sus años de Correo, Oriflama y TeleExpres, su brillante paso por la radiofonía en catalán, que ayudó a crear. Y, ¿cómo no?, en el capítulo televisivo, recordarán su dirección de programas en TVE, donde Joan Ramon Mainat demostró que era un genio de la comunicación televisiva. Tanto, que recibió el zarpazo mortal de los mediocres, siempre al acecho de las mentes lúcidas. "Quería demostrar que la gente confiaba demasiado en la verdad televisiva, y me pasé", me dijo riendo. Había creado, en el programa Camaleó, la ficción de un golpe de estado en la URSS, y todo el mundo le creyó. Su homenaje particular a Orson Welles le llevó al despido. A partir de aquí, todos los éxitos televisivos que le acompañaron son la historia misma de la televisión moderna y, sin él, ese cajoncito cuadrado que decora nuestros salones no habría derrochado la magia que es capaz de derrochar. Toda su vida fue brillante, durante toda su vida le acompañó el éxito, y a lo largo de toda su vida le acecharon los babosos, los mediocres con cargo, los pelotas del poder, los críticos aburridos, los tontos con opinión, los moralistas, los falsos. Se reía... Nunca he visto tanta capacidad de transmitir felicidad como la que Joan Ramon Mainat transmitía. Nos transmitía.
Sin llegar a alcanzar la alta categoría de amiga, guardo para mí algunas grandes, largas, densas, creativas conversaciones con este mago del ingenio televisivo. No sé si me seducía más su inteligencia o su bondad, o la extraña mezcla que habitaba en su bella sonrisa. Me dijo en nuestra última conversación, hace ya demasiado tiempo, tanto tiempo, todo el tiempo, el tiempo que cabe en un tiempo que nunca más existirá: "Que nuestros amigos socialistas no se hagan un lío con la televisión. Que no se equivoquen de diana al disparar. La televisión no es el problema. Y, por supuesto, el problema nunca ha sido hacer late shows transgresores, cachondos y gamberros. Que nuestros amigos socialistas no pierdan el sentido del humor". ¿Lo tienen?... Recuerdo la enorme carga sentimental que depositó en los chicos de Operación Triunfo, su declarado amor a la evidente fragilidad de todos ellos, la alegría con que vivía sus éxitos. Y las conversaciones sobre Crónicas marcianas... Crónicas. Hablemos de Crónicas. ¿Hasta cuando viviremos esta imbecilidad políticamente correcta que convierte a Sardá en una especie de perverso televisivo y a su programa en el antiparadigma televisivo? ¿Hasta cuando callarán los inteligentes, y hasta cuando hablarán los estúpidos? Hay mucho progre de pacotilla, más moralista que un carcamal, que ha decidido convertir Crónicas en el antiejemplo que batir, sin ser capaz de ver sus tres grandes virtudes: la malévola ironía que impregna el programa; la inteligencia narrativa que lo ha convertido en imbatible, y el caudal de vida, diversión, juerga y transgresión que lo definen como lo que es: una gran fiesta nocturna. En nombre de no se sabe qué elitismo intelectual barato, soez y francamente bajo de techo, se demoniza un programa divertido y perspicaz, y se enaltecen algunos muermos antitelevisivos que sólo sirven para hacerse pajas progresistas. Los hay que, defendiendo la televisión, lo intentan todo para cargársela.
Joan Ramon sabía mucho de todo esto. Ahora la muerte, esa gran cabrona, esa cerda, esa loca ciega nos lo ha arrebatado, y los que lo conocimos y aprendimos a amarlo, estamos jodidos, cabreados, sin saber si llorar o tirar las sillas contra la pared. Huérfanos de esa sobrecarga de bondad que sólo matizaba su fina inteligencia. Como niños sin Navidad, como arbolitos sin estrellas, como lo que somos, aprendices sin maestro. Mi estimado amigo lejano, mi cercano sabio, dame un chiste para entender esto. Porque hoy, ni tu alegría desbordante conseguirá que ría un rato. Mierda de muerte. Mierda de tu ausencia.
www.pilarrahola.com
Pilar Rahola es periodista y escritora.
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