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A PIE DE PÁGINA

El ceremonial esclarecedor de la confusión

Hace unas semanas recibí simultáneamente por correo dos recortes de prensa: el primero, con la reseña de uno de mis libros en un periódico regional de Sicilia; el segundo, del principal diario neoyorquino, tocante a mi participación en Notre musique, el último filme de Godard. En uno y otro caso, la foto que los ilustraba con mi nombre no era la mía, sino la de mi hermano José Agustín y la de un actor profesional del reparto. Inútil decir que dicha coincidencia me encantó. A la atribución de obras y citas falsas preconizada por un personaje de Borges, pensé al punto, habría que añadir la de reproducciones y retratos igualmente falsos, y multiplicar así la gran ceremonia esclarecedora de la confusión.

Fantaseé con que asociaran mi nombre con la estampa de un pashmerga kurdo

Mi afición al juego de las equivocaciones viene de lejos. La mejor presentación que yo recuerdo de mi modesta persona fue obra de un joven y dinámico profesor de la Universidad de Santiago de Cuba, allá por el año 1961: "Tenemoj aquí ar sélebre autor de La colmena y de lo Canto der Níger". Aunque hubo algunos murmullos de sorpresa, la energía de mis aplausos los enmudeció. Muchos años después, un día en que me hallaba conversando con José Guirao en el vestíbulo de un hotel de Almería, irrumpió un grupo de turistas de la tercera edad. Una señora que venía con ellos se detuvo de pronto, me observó fijamente, apuntó a mí con el dedo y anunció triunfalmente a los demás: "¡Mírenlo!, ¡si está aquí! ¡si es él! ¡el autor de Bodas de sangre!.

Sus palabras me supieron a gloria y me guardé muy mucho de desmentirlas. La dejé con la ilusión de que había visto y estrechado la mano del poeta cuya obra teatral se inspiró al parecer en un hecho real acaecido, ahora sí, en los Campos de Níjar.

En unos tiempos en los que la escritura es sustituida por su simulacro -por la imagen icónica del escritor ante su mesa de trabajo-, creo que ese embrollo debería generalizarse y abrir así los ojos de quienes se dejan ofuscar por el brillo del todopoderoso imperio mediático. Un error casi genial transformó esta idea en una luminosa evidencia: ¡el artículo de un periódico marroquí sobre el terrorista venezolano Carlos venía acompañado de una foto de Carlos Fuentes! Telefoneé de inmediato a mi amigo para comunicarle la feliz nueva y aconsejarle de paso que anduviera con cuidado con Interpol. Confieso que a continuación, con una pizca de envidia, fantaseé con la posibilidad de que algún tipógrafo o periodista distraídos asociaran mi nombre con la estampa apuesta de un pashmerga kurdo o de aquel jefe independentista canaco, cuyo nombre he olvidado, pero su belleza no.

En alguna de mis noches de insomnio barajé las posibilidades de aplicar dicha praxis revolucionaria al campo de la literatura. A partir de la frecuente confusión de mi foto con las de mis hermanos, con nuestras correspondientes ojeras y arrugas, ¿por qué no extenderla, me dije, a los Machado y plantar el retrato de Manuel en una reedición de Campos de Castilla y la de Antonio en un ensayo sobre Cante hondo o no asignar a Marías hijo la gravedad y concentración filosófica del padre y a éste el aura de arrobo y plenitud inmarchita del autor de Corazón tan blanco? Y, deslizándome ya por la dulce pendiente del sueño, imaginé un ars combinatoria de elementos tan audaz como estimulante y fructífera: poner la foto de Gala en las Obras completas de Ortega y Gasset y la de Ortega y Gasset en las de Gala; la de Elvira Lindo o Lucía Etchevarría en una novela de Marguerite Yourcenar y la de Yourcenar en un análisis estructural de la narrativa de Elvira Lindo o Lucía Etchevarría, y así hasta el infinito...

Por razones de eficacia, concluí ya despierto, ¿no sería mejor aún seguir el modelo de la Lotería Nacional y distribuir las fotos por sorteo? Decidí llamar a los editores de la Enciclopedia Larousse y sugerirles la idea de un acto público con niños de voces cantarinas, como en el Gordo de Navidad. Todos los miembros del Parnaso recibirían la imagen de un poeta, novelista o filósofo, y la imagen sería fruto del azar: poses graves, poses seráficas, barbas, perillas, gafas, cabelleras sedosas y calvas reemplazarían nuestras tediosas facciones y nos permitirían estrenar rostro y personalidad. Unos se sentirían felices por el cambio, y otros no. Pero el lector saldría ganando.

Las mutaciones deberían ignorar la frontera de los sexos: la fotografía del autor del capítulo octavo de Paradiso podría ilustrar, por ejemplo, la publicidad en las estaciones de metro de las novelas de su excelsa discípula Zoe Valdés; la imagen del autor y de la autora que indicaban los respectivos servicios de damas y caballeros en la librería-bar de Buenos Aires que visité hace unos años, se intercambiarían: Virginia Woolf en la de los últimos y Hemingway en el de las señoras. Las sorpresas, novedades, excusas y momentos de gloria introducirían un saludable elemento de ruptura e innovación en nuestras vidas, y acabarían con el empalagoso culto a la imagen del vate, pensador o coplero que se superpone hoy al contenido de lo que escribe hasta borrarlo por completo para mayor provecho de la industria del libro y del ubicuo producto editorial.

FERNANDO VICENTE
FERNANDO VICENTE

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