Siempre Tenorio
Debería ser obligatorio para los columnistas de periódico dedicar, por estas fechas, un artículo a Don Juan Tenorio, al de Zorrilla, que tiene más enjundia dramática y emoción que cualquier otro, a mi juicio, a pesar de sus espeluznantes ripios. Yo, al menos, lo leo en vísperas de Todos los Santos y antes lo veía representado, con la misma fidelidad que la mayoría de los madrileños. Algún telón se ha levantado este año sobre la algarabía carnavalesca con que se inicia la función: "Cuan gritan esos malditos...". La tradición escénica lo situaba en el destemplado mes de noviembre, para coincidir, quizá, con el final de la obra, que transcurre en el cementerio donde el padre del espadachín enterró a casi todas las víctimas de su hijo. Difícil juzgar al personaje ni a la obra con las medidas de moralidad del Romanticismo y las de amoralidad actuales.
Se habla de aventuras, los actores se baten en duelo, hay soberbia hidalga y triquiñuelas villanas, banalizan el amor reducido al sexo -casi como hoy- pero también es sublimado. La prueba conduce al gran enamoramiento de Don Luis Mejía por doña Ana de Pantoja y el del propio Tenorio, que respeta delicadamente a la novicia, a la que podía haberse cepillado al cruzar el Guadalquivir, sin perder el tiempo con los sentidos y cursis versos: "No es verdad, ángel de amor...". La más que adolescente era una pobre pazguata, internada en un convento, niña aún, sin otro horizonte que aquél presunto marido que le acaban de birlar. La misma madre abadesa la felicita por la suerte que tiene de no conocer los placeres mundanos, porque, de esa forma, no los va a echar de menos. Pero se produce el biológico tirón, en parte por el veneno que la dueña Brígida va destilando en sus oídos y el torrente juvenil que arrasa sus venas y atropella su sentido del honor ante el deseo irresistible de rendirse. Aunque se hayan sostenido otras teorías, él es el arquetipo varonil de aquellas edades, cuya vida adulta transcurrió entre lances amorosos, tertulias tabernarias con amigotes en las que se hablaba de tres temas: las mujeres, los duelos a muerte y la guerra.
Don Juan era un vivalavirgen típico: apuesto, valiente y derrochador, demostrado esto último cuando nada se duele de haber sido desheredado por el padre, que "empleó en esto (el panteón) / entera la hacienda mía; / hizo bien, yo al otro día / la hubiera a una carta puesto". Tenemos retratado el siglo XVI, si no como fue, como hubiéramos querido. Parecía una empanada de despreocupación, generosidad, pasión por la vida, el placer y la alegría, sazonada con una fe lúgubre. Una de las dificultades para Zorrilla debió ser el consonante con el apellido de su héroe. He tenido la paciencia de anotarlos y el número de veces que los utiliza: notorio (6 veces); perentorio (3); contradictorio, purgatorio y mortuorio (2) y solo una vez desposorio, amatorio, emporio y oratorio.
El galán tiene alrededor de 30 años, cuando se jacta de sus conquistas y 17 años la virginal novicia que hubiera sido su esposa concertada desde que nació por los respectivos padres. Ha de huir una vez más cuando no tiene otro remedio que matar a su futuro suegro y atravesar a Don Luis. Perdonado por el emperador Carlos V, que pareció estimar el valor y la desvergüenza del sevillano, regresa a su tierra cinco años después, decepcionado y añorante del amor frustrado por doña Inés. Tiene esta, por cierto, un papel bastante corto en el drama -no aparece hasta el acto tercero- aunque ha sido la piedra de toque para la fama de muchas actrices.
Pienso que el perdurable éxito de este dramón consiste en que Don Juan, a pesar de llevar una vida realmente depravada, cae simpático a la afición. Resulta un tío legal que se enamora de verdad, que está dispuesto a llevar una existencia ordenada, pero al que no cree nadie, ni su propio padre, ni el comendador, ni Mejía, ni sus compinches los capitanes Centellas y Avellaneda. Debió ser muy duro, pues podría decirse que no le creyó ni Dios. Quedaba un último recurso, la intercesión de doña Inés ante el mismísimo Todopoderoso que dispone que, si Don Juan es capaz de arrepentirse, podrá salvar su alma, pero si continúa erre que erre, no sólo se hunde en los infiernos, sino que arrastrará con él la de Doña Inés. La opción era clara y ninguno de los dos era tonto, así que el espadachín, el cortejador, el burlador de damas y maridos se agarra al clavo ardiendo y, según don José Zorrilla, alcanzan la clemencia suprema.
Happy end.
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