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Columna
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Pero no

La Junta de Andalucía parece ir por delante en ciertos aspectos del tratamiento de la drogadicción, y el responsable andaluz del tema propone ahora al resto de las Comunidades Autónomas que pongan en práctica algo que aquí se está haciendo ya, la dispensación de heroína a los heroinómanos. Es lógico invitar a otros a probar soluciones ya contrastadas, y más si se hace con argumentos de eficacia tan indiscutible como el del descenso de la criminalidad asociada a la dependencia de la heroína. Aún así, cabe la duda de si la consecuencia lógica de estos éxitos debe ser una tranquilidad, aunque sea relativa, de la conciencia social, como si estos datos positivos significaran que en el problema de la droga las cosas, por fin, se está haciendo bien.

Lo que se hace se está haciendo bien, ciertamente, pero lo que no se está haciendo es tan grave que por fuerza hay que suspender la satisfacción por lo logrado. Lo que no se está haciendo es, lisa y llanamente, plantear el trabajo con drogodependencias en el horizonte de una progresiva legalización de las drogas. En unas declaraciones recientes la delegada del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas no distingue entre drogas legales e ilegales: "todas son malas. Pueden ser terribles para la salud", dice, y por eso la medicalización de las toxicomanías no debe tener límites, pero la línea trazada por la legalidad no se discute. Y este es el problema.

La renuncia a discutir la posibilidad de la legalización de las drogas se ha producido con una discreción más que sospechosa. Nadie parece acordarse de cuando razonábamos sobre la droga en términos de libertad individual (con la disposición sobre el propio cuerpo incluida) y lucha contra grandes corporaciones criminales cuyos intereses, entonces como ahora, al final conectan con los de otros criminales dedicados al tráfico de armas o de órganos y con el terrorismo, etc. Cualquiera diría que, en plena desbandada de los escrúpulos, hemos hecho una opción silenciosa por las virtudes del mercado negro y la economía ilegal. Porque en la droga, como en la inmigración ilegal, lo que está pasando cada día no es más que el prodigio criminal de que una mercancía fuera del mercado, precisamente porque está fuera, multiplica los beneficios del que trafica con ella. Lo que se hace hoy, la suma de medicalización y prohibición, deja intacta toda esa zona sumergida del problema, porque la distinción entre drogas legales e ilegales funciona en la práctica como un paradójico y escandaloso blindaje legal de los beneficios del narcotráfico: la Camorra napolitana ha facturado en lo que va de año, sólo por el negocio de la droga, 16.465 millones de euros. ¿También hemos olvidado lo que leímos en la Historia general de las drogas de Antonio Escohotado acerca de la prohibición?

Dos preguntas más. Primera: siendo evidente que el problema desborda las competencias de una Comunidad Autónoma y las posibilidades de uno, dos o tres Estados aislados ¿cabe esperar que la Unión Europea sirva para algo en esto? Segunda: en los trenes andaluces ya no dicen "señores viajeros", sino "señores clientes", y a los drogadictos se les llama ahora "consumidores": ¿empieza así la evaporación de los problemas indeseables?

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