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IDA y VUELTA
Columna
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La muerte y otras cosas sin remedio

De pequeño, Yasir Arafat me daba miedo. En las fotografías de los periódicos lo veía con sus gafas de sol, rodeado de tipos armados, y su sonrisa me recordaba la de Lee van Cleef en los spaghetti westerns. Luego, con los años, te acercas un poco más a la historia, pierdes los terrores infantiles, conoces gente, lees los cómics de Joe Sacco sobre Gaza y acabas resignándote al diagnóstico tan repetido en estos últimos días sobre el problema entre Palestina e Israel: no tiene remedio. La sonrisa de Arafat ha presidido casi todos los retratos y ha servido para inspirar epitafios altisonantes. Pese al efecto disuasorio del luto, no obstante, me sigue haciendo pensar en aquel poema de Mario Benedetti, Señor ministro, ¿de qué se ríe?, y en una frase de Alfonso Reyes: "Un hombre que sonríe mucho es quizá porque ha renunciado a muchas cosas".

Los expertos han analizado la figura de Arafat desoyendo los partes médicos de unas autoridades francesas que insistían en presentarse ante la prensa para decir: "El señor Arafat no está muerto". Intentaban mantener los pocos privilegios políticos y las muchas carencias de una resistencia atrapada entre la espada de la ocupación israelí y las limitaciones de una mitocracia que, por puro interés, le atribuirá poderes legendarios y sagradas últimas palabras. Decir que un enfermo no está muerto suena más bien ambiguo como diagnóstico. Los epitafios, en cambio, son más concretos. Hace años, Ignacio VidalFolch citó en un artículo el siguiente hallazgo de prosa necrológica, inscrito en una lápida del cementerio de La Garriga: "Va morir buscant bolets". Puede parecer una causa menor, pero morir en un acto de servicio tan humilde como la búsqueda de rovellons quizá tenga más grandeza que administrar un poder de oscura financiación.

En eso pensaba mientras, el otro día, paseaba por la avenida de Sarrià. Al pasar delante de la Filmoteca de la Generalitat, vi como un coche aceleraba por el carril izquierdo, frenaba bruscamente pero no podía impedir atropellar a una paloma que, demasiado tarde, intentaba despegar. No les castigaré con consideraciones lacrimógenas sobre este vulgar incidente, pero recordé unas postales navideñas con las que se recaudaban fondos para la causa palestina y que, de pequeño, firmaba para cumplir con el nada agnóstico ritual de la Navidad. Había una paloma y una rama de olivo que distintos carros de combate fueron atropellando, no sólo con conductores invasores, sino también con suicidas invadidos. Me detuve a tomar un café en el bar que hay junto a la Filmoteca. En un periódico leí una entrevista con monseñor Enric Planas, director de la Filmoteca Vaticana, en la que decía que ver una película en la oscuridad invita a la reflexión y la humildad, que es a lo que debe invitar la muerte. En el Vaticano deben de tener cines sin palomitas, deduje. Y pensé en la agonía de la intimidad de los cines, ocupados por adolescentes más pendientes de su pantalla de móvil que de la película o por gente mayor que insiste en comentar todas las escenas en voz alta. Al salir del bar, alguien había retirado el cuerpo de la paloma junto a la acera, y allí estaba, tan rota como la paloma blanca que el ilustrador Art Spielgman dibujó en la portada de The New Yorker, abatida a tiros, tumbada sobre un charco de sangre con forma de estrella y mirando hacia una media luna, también roja, sin más epitafio que el olvido.

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