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Reportaje:PASEOS

El oriente del sur

Jaén es una infinitud de incitaciones para los sentidos que se despliega sin tregua hacia sus cuatro puntos cardinales

Jaén es el oriente del sur. Una ciudad que a pesar de su imagen tan tópica como contradictoria, suscita en el paseante una entrega apasionada, si se la contempla con el empeño de ser sorprendido por su secreta belleza. Diversa y acogedora, en ella perviven vestigios de las culturas ibera, romana, andalusí y cristiana, aunque en su austeridad castellana no aparenta ser lo bastante andaluza, como les ocurre a Úbeda y Baeza.

Pero por doquier fluye lo ancestral, lo árabe, lo renacentista y lo neoclásico, que conviven penosamente con el urbanismo moderno, resistiéndose a someterse a la confusión del tráfico y a los establecimientos con nombre anglosajón.

Jaén es una infinitud de incitaciones para los sentidos que se despliega sin tregua hacia sus cuatro puntos cardinales, y uno de los pocos paraísos de Andalucía que aún permanece fiel a una idea placentera de la vida, recuerdo de su pasado tartesio y árabe.

A Jaén hay que acudir a visitarla, o en el zaguán del invierno, el otoño, o en el nacimiento de la primavera con los olivos en flor, y al pasear por sus calles dejarse envolver por la magia de una urbe anacrónica enemistada con el tiempo, capaz de alzarse en raptos de provocativo encanto.

Cuando el sol traspase la raya del alba, desayune en la plaza del Pósito, donde pesaban antiguamente los ganados, un remanso de paz sembrado de naranjos que huele a azahar, y donde generaciones de jiennenses, frente a un humeante café con churros, acopian el brío que los alienta durante el día.

Y sin las prisas del turista nipón, sumérjase en el microcosmos de sus maravillas y en los laberintos donde fluyen fuentes ocultas por rejas de hierro forjado. Descubra la iglesia de san Ildefonso con sus tres fachadas de tres estilos diferentes, el convento de santa Clara, de la época de la conquista, con su Cristo de bambú. Deténgase ante el encendido mudéjar san Andrés, y luego extravíese por el barrio de la Magdalena, sin pasar de largo del palacio de Villardompardo, que da acceso a los Baños Árabes, obra del caudillo Alí, con sus bagdalíes arcos de herradura, las albercas de cerámica y las ventanas estrelladas de la bóveda, rastros del esplendor omeya de Jaén. Y antes del mediodía deténgase en la Merced en una placita solitaria, una tregua para sus pies y asiento para la plática, el arrumaco o la meditación.

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Goce luego de la belleza del Seminario y de sus jardines, donde puede admirarse una prodigiosa vista de la catedral, su más ilustre joya arquitectónica, donde el clasicismo renacentista alcanza el paroxismo, en una alucinación visual que despierta al instante la zozobra. Cuando se plante frente a ella, como remate del paseo, el asombro desperezará sus sentidos, obligándole a cobrar conciencia de nuestra pequeñez y de su monumental verticalidad.

Y pasado el mediodía, únase a los zumbones parroquianos, que en un ritual casi religioso, toman con la tertulia de amigos el aperitivo en el Arco del Consuelo, un paraíso de pecaminosas tentaciones culinarias. Cercano a la catedral, es un dédalo de callejones, antigua huella de los adarves moriscos, abrazado por la muralla, la calle Cerón y la Maestra. En Jaén se tiene una auténtica veneración por la tapa, que el cantinero acompaña graciosamente y a su libre discrecionalidad al chato de vino o la cerveza.

Momento sublime, créanme, pues vamos de sorpresa en sorpresa abandonados en las manos fantasiosas de los cocineros que nos ofrecen para nuestro deleite párvulas exquisiteces como el pan de Alfacal con aceite virgen, en el que nada el lomo de bacalao, las papas aliñadas, las berenjenas en vinagre, la carne o la sangre guisada, o un recluta, típico pan frito coronado con tomate y anchoas, que nos hace entrar en un paraíso de sensaciones regaladas.

Y haciendo un ejercicio de abstracción puede imaginarse el zoco de la Jaén árabe que fundara la estirpe siria de los Banu Bekar y oler a sándalo, a pimienta, a cúrcuma y a cilantro. Allí se encontrará con una variopinta fauna humana de entendidos en flamenco y toros, de bohemios e intelectuales, y de algún vate que busca su musa entre los posos de un vino de Torreperogil o de un vermú casero.

Entre sin recelos en la taberna del Gorrión donde puede ser servido por un tabernero poeta, y donde probará un exquisito picadillo de tomate con cebolla, o en la Manchega, o en Alcocer, que huelen a las bodegas de antaño, o en el mesón de Vicente, síntesis de la gastronomía jiennense.

Y ahora deténgase para yantar y disfrutar luego de una complaciente sobremesa para recuperar el cuerpo fatigado. Como sugerencia, acomódese en una mesa camilla a la antigua usanza en el mesón del Pilar del Arrabalejo, donde puede comer unos andrajos de sabor sublime y una gustosa repostería que restituya el ánima exhausta.

Y en la serenidad de la media tarde, si no quiere reventar como el lagarto de Jaén, tome un medio de locomoción y ascienda al castillo de santa Catalina, antiguo alcázar alzado por Abderramán II, donde la ciudad a sus pies, se convierte en un prodigioso espectáculo bajo la lluvia de oro del ocaso. Desde el mirador, en el barrio del Tomillo, se abarcan las transparencias de su luz, y desde la cruz se siente el latir de la vida de sus moradores. Sus tejados rojos y las torres de la catedral se pintan de bronce dorado, y como decorado, se despliega un tapiz inabarcable de olivares plateados, cultivados como huertas.

Hoy todavía evoco mi niñez, con mis padres y mi hermano, llegados de la vecina Úbeda, absortos ante la onírica perspectiva, y los recuerdos llenan mi corazón, reemplazando las imágenes del Jaén plácido por espejos y fotografías sepia del pasado. En ese momento mágico Jaén es el trasluz de Andalucía, y nuestros ojos pueden volar como neblíes por encima de las azoteas blancas de Yayyán, que quiere decir, -qué hermoso nombre-: "El Paso de las Caravanas".

Tascas. Entre la catedral y san Ildefonso. Preferiblemente visitarlas al mediodía y si se es joven en la ensordecedora vorágine de la noche.

Librería Metrópolis. En el casco antiguo, calle Cerón, dos plantas repletas de libros donde perderse. Una pequeña biblioteca de Alejandría para curiosos del saber y bibliófilos.

Restaurante El Pilar del Arrabalejo. En en la plaza del mismo nombre. Para degustar buen choto, Casa de Córdoba.

Castillo de Santa Catalina. Hoy es Parador Nacional y fue residencia del presidente francés De Gaulle en su visita a Andalucía. Espectacular puesta de sol contemplando el colosal relicario de la catedral, las espadañas de las iglesias y la ciudad acurrucada a su regazo.

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