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Columna
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Picasso, año I

Se acaba de cumplir el primer año de vida del Museo Picasso de Málaga. De pocos museos, como de éste, se puede pregonar la vida. Riadas de ingleses observadores, melancólicos nórdicos, italianos parlanchines y españoles atónitos (total, más de cuatrocientos mil), se han llevado en la retina algún destello del pintor de los ojos voraces. Pero no sólo eso. En su deambular por las calles del entorno, habrán percibido lo que cualquiera que hace un año fatigara ese laberinto de callejas, entonces decrépito, hoy reluciente y en trámites de mayores lustres. Todo el centro histórico ha renacido. Hace un año, los sábados y domingos daba un poco de miedo andar por los aledaños de la Plaza de la Constitución, con su mástil altivo donde ondea una gran bandera española -por supuesto, nada de bandera andaluza- a imitación de aquella que el ministro Trillo, de infausta memoria, mandó tremolar, con su gigantesco patriotismo, en la plaza de Colón, Madrid. Pero esa es otra historia. El caso es que esos mismos fines de semana se ve ahora a la gente, a los malagueños todos, disfrutar de su ciudad, de su preciosa calle Larios, en virtud de esa irradiación picassiana, de ese trajín bullicioso que se te cuela por los sentidos y que acerca a la urbe solar otro poco a lo que siempre quiso: ser la cosmópolis del Sur de Europa. Y más que lo estará cuando llegue el AVE (que tampoco lo quería el PP), se agrande su aeropuerto, como acaba de anunciar el Gobierno (el de Zapatero), se construya el metro y se culminen los trabajos de recuperación del Teatro Romano, que ejecuta otro Gobierno (el de Chaves), como ya levantó este museo, por el lúcido empeño de Carmen Calvo -y el trabajo silencioso de Rosa Torres-. Y digo yo: ¿y el Ayuntamiento de Málaga, además de lo de la bandera, qué? Perdón, se me olvidaba que esa es otra historia.

La nuestra hoy es el museo. Visitado con calma (les aconsejo las horas de atardecer de los viernes), alcanza su discurso total, de abajo arriba, sobre un discurrir de conceptos bien articulados. Primero, el recipiente, el Palacio de Buenavista, restaurado con exquisitez de mínimos. Luego, todo lo demás. Ni demasiado ni deslumbrante. Por supuesto que es lícito recrearse en las piezas singulares, como el retrato triste de Olga Kokhlova, con ese atavío de española desubicada, la insólita mantilla de cortinajes a la que la sometió el implacable. Como pidiéndonos perdón parece, todavía. O en Paul sobre un asno, delicia por la que merecería la pena, ella sola, acudir a este lugar. Amén de incontables flautistas desnudos, faunos lascivos y minotauros porteando en sus brazos a las víctimas del 36. Pero es el discurso general el que opera el portento.

Ahí cobra sentido hasta el subsuelo, donde se organiza la visita del tiempo. Severos reclamos de muralla fenicia, lucernas griegas, restos de factorías romanas, y esa ánfora greco-itálica, incrustada en el siglo II, a. C., que ya no se te caerá de la memoria. Curioso, el común denominador es la Andalucía pagana, Picasso incluido. De modo que cuando salimos, ya de noche, la silueta oscura de la catedral se nos antoja algo fantasmagórica. Y el hecho de que Málaga, ciudad de luz, nunca fuera capaz de acabarla, cobra, de repente, todo su sentido.

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