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Columna
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Libertad vigilada

Primero, los hechos; después, una reflexión. O dos.

Resulta que tiene uno la mala costumbre de vivir muy cerca del Ayuntamiento y de alquilar un pequeño estudio en la plaza de la Villa. Resulta, además, que tiene uno la mala costumbre de levantarse todas las mañanas para llevar a su hijo al autobús del colegio y de tomarse después un café, en un bar de la zona, antes de empezar la jornada. Resulta que uno se demora más de lo razonable leyendo la prensa, probablemente buscando tema para esta misma columna, y resulta finalmente que en ese bar, al que uno acude todos los días, coincide con muchos concejales y personal del Ayuntamiento. Hasta aquí, nada extraordinario; al menos eso pensaba yo, hasta que el jueves pasado, mientras me tomaba mi cervecita del mediodía en otro bar, éste en una esquina de la plaza Mayor, tres policías de paisano me enseñaron una placa y me pidieron, educada pero firmemente, que les acompañase a la calle. Allí me explicaron, siempre con correcta firmeza, que llevaban tiempo siguiéndome y que habían llegado a la conclusión de que mi extraña rutina diaria me convertía en sospechoso, no se sabe bien de qué, porque parece que en estos tiempos con sospechar ya basta, pero en sospechoso, al fin y al cabo. Yo no sé a ustedes, pero a mí la policía me pone un poco nervioso, tal vez porque he visto Falso culpable, de Hitchcock, demasiadas veces o tal vez porque de niño alguien me contó que el pecado original nunca se paga del todo. Afortunadamente, llevaba mi identificación encima y, a poco que me expliqué entre balbuceos (sí, lo admito, yo también me creía más valiente), resultó que uno de los agentes hasta me había leído. En poco tiempo, supimos todos quién era yo y la cosa quedó en nada. Incluso recibí excusas sinceras y muestras de afecto por parte del ejemplar personal de relaciones externas de la policía del Ayuntamiento.

Y, sin embargo y a mi pesar, no pude evitar la sensación de sentirme envenenado. Según pasaba el día empecé a imaginarme vigilado y, como quien no quiere la cosa, me puse a caminar hacia atrás en el camino de mí mismo. Imaginé qué aspecto tendría visto así, desde fuera y a cierta distancia. ¿Adónde van mis paseos, que revistas compro? ¿Por qué tengo la mala costumbre de saltarme las comidas?, seguramente bebo demasiado. Enseguida me alegré de no tener una amante y por supuesto de haber perdido todo interés por las sustancias ilegales hace ya más de una década.

A pesar de lo cual, mirándome así, de espaldas y a dos pasos, no pude escapar a esa absurda sensación de sospecha, la misma que sin duda había dado pie a este extraño incidente. ¿Qué demonios hace un escritor con sus días? ¿Qué siniestro oficio es éste?

Se camina demasiado, se piensa mucho y en nada en concreto, se va y se viene por las calles ajeno a casi todos los ritmos del mundo. Reconozco que resulta todo muy sospechoso; lo que me extraña es que no me hubiera dado cuenta antes. Tengo que agradecer a los cuerpos de seguridad del Estado un par de noches de insomnio y la certeza definitiva de que éste es un oficio de locos. A partir de ahora saldré a la calle, a mi barrio, sin ese aire ensimismado que me caraterizaba, mirando alrededor, buscando sombras. Puede que ya no me sigan ellos, pero a partir de ahora no podré evitar seguirme yo.

Hasta aquí la reflexión personal y si quieren literaria. Ahora, una reflexión ciudadana.

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He tenido la mala suerte de vivir el 11-S en Nueva York y el 11-M en Madrid. Las dos ciudades que más quiero se han visto golpeadas por el mazo de la locura terrorista. Tengo mujer y dos hijos, que son mi vida por encima de mi vida misma, y tengo, creo, el derecho de considerarme una víctima más de esta situación insoportable. No sé si alguien tiene el derecho de convertirme además en sospechoso.

Libertades civiles y seguridad conforman la punta de un dilema que nos atañe a todos. Por cada fallo en nuestra seguridad caen hombres, mujeres y niños inocentes, pero no estaría de más recordar que por cada milímetro de libertad que disfrutamos han muerto a lo largo de la sangrienta historia de la humanidad, no ya miles, sino millones.

Volveré a desayunar donde siempre, rodeado de concejales. Ellos y sus escoltas desconfiarán de mí cada día un poco menos; yo me temo que desconfiaré de ellos por primera vez, y cada día un poco más.

Protección y respeto son las dos hojas de la tijera que ha de cortar el patrón de las sociedades libres en mitad de esta tormenta. Ninguna de esas dos palabras es más importante que la otra. Mi empatía natural casi me lleva a ponerme del lado de quienes me seguían y sin embargo un parpadeo de dignidad civil me obliga a mostrar en estas líneas el valor que no tuve frente a sus placas. (Como le dijo Alí a Foreman mientras se escapaba de las cuerdas: "Cada uno pelea en su terreno").

Sé que el suyo no es un trabajo fácil.

Tampoco lo es el mío.

Aquí cada cual vigila su lado de la calle.

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