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SOMBRAS NADA MÁS | George Argyros, embajador de EE UU

El hombre que quiso vengarse

Juan Cruz

Es posible que sea la persona a la que más feliz hizo en España el triunfo de su amigo George W. Bush en las elecciones norteamericanas, pero en la historia de la diplomacia de este país, y en la propia historia de las anécdotas patrióticas, el embajador norteamericano en Madrid, George Argyros (Detroit, Michigan, Estados Unidos, 1932), quedará como el hombre que quiso vengarse de José Luis Rodríguez Zapatero, ahora presidente del Gobierno.

Su decisión de no acudir a la reciente fiesta del 12 de octubre porque Zapatero no se levantó al paso de la bandera norteamericana en el desfile anterior, y porque ahora no figuraba esa bandera entre las desplegadas en el acto patriótico organizado por el ministro Bono, causó un revuelo diplomático que el embajador trató de aliviar diciendo que no llegó por culpa de los transportes (estaba cazando, la pasión que le ha hecho más atractiva su estancia en España). El Departamento de Estado le reconvino: eso no lo hace un diplomático. Y le aconsejó hacer un gesto con el que limitar los efectos del incidente. Realizó unas declaraciones que querían atenuar los daños, fue a ver al Rey y además se dejó ver en una recepción del Instituto Cervantes que presidió don Juan Carlos. Esta misma semana, como para sellar del todo el gesto e iniciar su despedida (su salida como embajador es inminente), invitó al propio Bono a vivir con él las elecciones que le dieron de nuevo la victoria a su presidente.

Es un hombre muy poderoso, y ha llegado al poder que desarrolla según códigos habituales en su país. Su biografía dice que es hijo de una familia de origen griego y que empezó a trabajar a los 14 años, como vendedor de periódicos y en una tienda de comestibles; licenciado en Económicas y buen estudiante, se hizo rico comprando y vendiendo terrenos, oficinas y gasolineras, y es ahora una de las grandes fortunas de Estados Unidos, lo que le permite, además de poseer aeropuertos, sociedades de inversión e inmobiliarias, ejercer de filántropo, al frente de universidades y de entidades de investigación sociológica o política que sirven, sobre todo, al Partido Republicano. Y ahora mismo es el único ciudadano privado estadounidense que contribuye con sus fondos a las famosas becas Fullbright para estudiantes españoles.

Pero en España ha dejado más la impronta del cazador que la habilidad del diplomático: ha disparado en las mejores cacerías, y de hecho estaba cazando aquel 12 de octubre que protagonizaron Bono y él; sus mejores amigos aquí -algunos dicen que sus únicos amigos- están en los escenarios de la caza. Ese rasgo de su biografía española no es el único que le distingue. No habla español, y además no ha hecho esfuerzo alguno por aprender el idioma de sus anfitriones. Y habla bien en público, sobre todo si está presente su esposa, Judie Henderson, a quien conoció de estudiante; ella le sigue mirando -en esas ocasiones públicas- con el embeleso admirativo de una novia.

La franqueza con que quiso vengarse de los gestos del nuevo Gobierno español, el hecho de que no haya aprendido prácticamente nada del idioma del país que le ha recibido, avalan lo que creen de él sus compañeros circunstanciales en la profesión diplomática: su actitud está lejos de obedecer a los cánones de los buenos embajadores. Obviamente, no es de la carrera, y llegó a este puesto después de haber colocado a Bush en el poder -recaudó para él 30 millones de dólares en California, de los que él mismo pagó 134.000 dólares, y además fue su jefe de campaña hace cuatro años-; y ahora que Bush se refuerza en el poder, Argyros vuelve donde solía dejando, acaso, la delicada diplomacia del futuro en manos más acostumbradas a negociar acuerdos que a celebrar monterías.

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