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Columna
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El gran combate

El pasado domingo, el New York Times dedicaba uno de sus editoriales a aconsejar a sus lectores cómo tenían que votar. Me resultó sorprendente aquella ruta para navegantes en la primera democracia del planeta. No leía un ejemplar atrasado ni aquel editorial se refería a las recientes elecciones afganas. Eran consejos para los ciudadanos de un país en el que se celebran elecciones desde hace un par de siglos y que se supone que tenían que estar ya bien advertidos por la práctica. Las leí y llegué a la conclusión de que las elecciones norteamericanas son un terreno lleno de obstáculos, casi de trampas, y que no es fácil aprender a sortearlos. Incluso llegué a comprender los altos niveles de abstención, habituales en las elecciones de ese país y para los que nosotros solemos buscar explicaciones tan sesudas. Mi conclusión fue que para votar en USA hay que tener verdaderas ganas de hacerlo, que no se trata de un acto rutinario al que nos prestamos con alguna desgana cada cierto tiempo, y que quizá quepa distinguir en ese país entre una ciudadanía militante -demócrata o republicana- y otra desganada.

Las elecciones presidenciales norteamericanas, que se estaban celebrando mientras escribía estas líneas, son, por primera vez, un acontecimiento mundial. No de importancia mundial, que seguramente lo han sido siempre, sino de participación universal: a todos nos habría gustado participar en ellas y hasta casi nos parece injusto que no nos dejen hacerlo. Todos fuimos América el 11-S, como dijo el editorial de Le Monde, y parece evidente que desde entonces seguimos siéndolo. Una muestra más del papel rector que hoy desempeñan en el mundo los Estados Unidos. Percibimos que su gobierno nos incumbe, y aunque muchos de los americanos sin ciudadanía americana quisieran votar para que deje de hacerlo, es decir, para que deje de afectarnos tan directamente, está claro que, gane quien gane, vamos a seguir siendo algo así como americanos sin derecho a voto. Nos hemos dado cuenta de ello, y de ahí nuestra ansiedad y nuestra curiosidad. De ahí también que nos fijemos en esos pormenores electorales que nos parecen tan extraños y tan negativos. El sistema electoral norteamericano propicia el pucherazo, decimos, algo que en nuestros países de democracias tan recientitas parece impensable e imposible.

Me pregunto cuáles serían los índices de abstención entre nosotros si para votar tuviéramos previamente que inscribirnos como votantes, como hacen ellos. No parece que esto facilite la tarea de votar, y no creo que nos cueste recurrir a toda clase de teorías conspirativas para explicar ese hecho: sería, por ejemplo, una forma de evitar que voten determinadas personas. Pero démosle la vuelta al asunto y pensemos en esa magnífica militancia cívica de la que hemos sido testigos estos días entre amplios sectores de la población norteamericana. Nos ofrece la imagen de un país vivo, abierto con valentía a la discusión de sus errores en medio de una guerra que los podría llevar a cerrar filas de una manera acrítica. Los europeos, desde una autocomplacencia que oculta aspectos siniestros de nuestra historia, tendemos a menospreciarlos con un desdén de cuño elitista, cultural e históricamente elitista, pero ellos se jactan de haber inventado el futuro, y con desprecio o sin él, nosotros nos acogemos a ese futuro que ellos siguen inventando. Frente a ellos, la imagen que ofrece Europa es de atonía, indecisión y mezquindades nacionalistas, en un escenario que requeriría audacia de nuestra parte para situar nuestra complejidad en el nuevo mundo que nos acecha. Ya no somos el centro del mundo, lo que alguna vez tenía que ocurrir, pero lo malo es que seguimos creyendo que lo somos y actuando pasivamente como si ese papel nos correspondiera por derecho divino.

Me había reservado el final mientras escribía picoteando las avellanas de la espera. El ganador ha sido George Bush. No era mi candidato y no acierto a comprender el perfil que pretende imponer al mundo tras asumir una vocación de destino para su país. Pero esta es, creo, la clave de esta historia, que se está definiendo un nuevo escenario histórico cuyo logro aún parece incierto. Leo el ponderado -y crítico respecto a la campaña electoral- editorial del NYT. Al referirse a las necesarias mejoras educativas de los jóvenes norteamericanos dice, "to compete with the ambitions and energetic next generation in places like China and India". Ninguna referencia a Europa. Sí, tal vez sea Bush, y no Kerry, el que nos obligue a reaccionar.

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