Segundo mandato
George W. Bush probablemente no es el presidente de Estados Unidos que preferiría el resto del mundo, pero es el que han elegido con rotundidad democrática los votantes norteamericanos. A diferencia de lo que ocurrió cuatro años atrás frente a Al Gore, Bush ha ganado también en voto popular, con más apoyo que ninguno de sus predecesores: más de 58 millones de votos, frente a los casi 55 millones obtenidos por su dignísimo rival demócrata, John Kerry. Bush iniciará el 20 de enero su segundo y último mandato de cuatro años con un poder casi absoluto, al haber incrementado los republicanos su mayoría en el Senado y en la Cámara de Representantes.
Bush, cuyo primer mandato cambió radicalmente tras el ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001, ha metido a su país y al mundo en la guerra de Irak; su Administración se ha extralimitado en el recorte de las libertades internas en nombre de la lucha contra el terrorismo, y ha violado las convenciones que protegen a los prisioneros de guerra en Guantánamo, Abu Ghraib u otros lugares. El paro ha subido, y el déficit público y exterior se ha disparado. ¿Cómo ha sido posible que ganara Bush o que perdiera Kerry?
Los republicanos han hecho una campaña más eficaz, centrándola en la imagen de un "presidente en guerra" contra el terrorismo que amenaza a Estados Unidos, frente a un Kerry al que caricaturizaron como chaquetero, y defendiendo valores tradicionalistas en relación con la religión o la familia.
El partido republicano se ha convertido en una maquinaria potente y efectiva. Empezó a movilizar a nuevos electores conservadores hace cuatro años y su campaña puerta a puerta en las últimas semanas ha resultado decisiva en unas elecciones que han registrado una participación de las más altas, cercana al 60% del censo. A pesar de algunos movimientos poco limpios y sospechosos para dificultar el voto a Kerry en algunos Estados clave, como Ohio, la victoria de Bush y los republicanos ha sido rotunda, lo que llevó sensatamente a Kerry a reconocer ayer su derrota.
Según las encuestas, Bush ha ganado entre los hombres, los blancos, la tercera edad, la clase media, los sectores más religiosos (salvo los judíos), los militares y los casados. Y ha retenido una parte importante del voto latino y de los jóvenes. La experiencia de estas elecciones muestra un consistente giro conservador en Estados Unidos, que entre otras cosas se refleja en el hecho de que 11 Estados han prohibido por referéndum los matrimonios homosexuales. No es seguro, pese a las buenas palabras en la hora de la victoria, que Bush logre unir a esta sociedad partida. Más bien su base electoral le exige lo contrario. Y el legado de Bush puede llegar más allá de estos próximos cuatro años si, como parece, le toca nombrar jueces para el Supremo.En el terreno exterior hay el peligro de que cuatro años más afiancen la política imperial que ha practicado desde el 11-S en nombre de la defensa propia.
Bush descubrirá pronto sus propios límites, impuestos en buena parte por los problemas que su gestión ha creado: un ejército infradimensionado para un intervencionismo creciente, un presupuesto quebrado por la combinación de recortes fiscales y gastos militares desbocados; y una política exterior que ha alienado a muchos aliados, cuando EE UU no puede gestionar el mundo, o siquiera Irak, por sí solo. Ahora bien, los precedentes llevan a no juzgar la política exterior de un presidente por las promesas en campaña, o un segundo mandato por el primero. Además, Bush empieza con expectativas tan bajas desde Europa que difícilmente pueden empeorar las relaciones transatlánticas. Las primeras reacciones europeas suponen una mano tendida, pero no incondicional. La próxima Administración de Bush -en la que los nombramientos serán indicativos de intenciones- debe a su vez dar muestras de confianza en el proyecto europeo, y volver a impulsar con Europa una cuestión esencial: un proceso de paz entre israelíes y palestinos, una de las claves para superar la actual brecha transatlántica.
También Zapatero debe acomodarse a la nueva realidad, aunque el resultado no sea el que deseara. Coordinar la posición española hacia Washington en el marco europeo, y especialmente con Francia y Alemania, va en la dirección adecuada, aunque hay dimensiones propias en las relaciones bilaterales entre España y EE UU, especialmente la latina o el uso de las bases. Hay terrenos de entendimiento posible, como la política mediterránea. No se trata de pasar página ni volver a empezar, pero sí de dejar atrás una política declarativa desafortunada por ambas partes y de defender lo que interesa a España con un aliado necesario. No se deben echar a perder los próximos cuatro años.
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