Todo bajo control
Los teatros de ópera suelen retraerse a programar Macbeth por la dificultad de encontrar cantantes capaces de solventar todas las aristas vocales de los personajes principales, especialmente el de Lady Macbeth. Sin embargo, en lo que va de año han representado esta ópera el Maestranza de Sevilla y el Liceo de Barcelona, con Violeta Urmana y Maria Guleghina, respectivamente, y siempre con el concurso del barítono malagueño Carlos Álvarez, en el papel que da título a la obra. El Real también ha contado con Álvarez y para el endemoniado personaje de su señora ha recurrido a Paoletta Marrocu.
La representación madrileña ha estado bajo control de principio a fin. Quiero decir que ha funcionado correctamente. Sin embargo no ha acabado de obtener una prestación redonda salvo en momentos aislados. Le ha faltado, digámoslo ya, temperatura dramática. Le ha faltado un puntito de emoción, de pasión. De tragedia, si se quiere. Hablamos, claro, de Verdi en una de sus óperas más vigorosas.
Los puntos de debilidad no han venido desde luego por la actuación de Carlos Álvarez. Su Macbeth tiene nobleza y humanidad. Duda, se desespera, vive en la complejidad de sus sentimientos. El barítono ha madurado la construcción de su personaje y es capaz de transmitir esa sensación ambivalente que éste posee. Como actor es convincente y como cantante verdiano posee equilibrio y gancho.
La sensación de distancia viene de las limitaciones de la soprano, en primer lugar, con una actuación por momentos descafeinada y carente de garra o, si se prefiere, sin una adecuación estrecha de su línea de canto a las exigencias del personaje. Ello no quiere decir que cante deficientemente. Todo lo contrario. Es una cuestión de temperamento, de actitud para las tragedias del alma. El lado tremendo de su personaje, la fuerza del mal, no aparecen más que con cuentagotas. Tampoco López Cobos se desmelena excesivamente, aunque la orquesta suene con finura y homogeneidad. El control es absoluto. Nada se escapa de las manos al maestro, con su dirección concertadora y al trantrán. Pero lo que se añora es un poco más de brío, de tensión, de teatralidad desde los contrastes orquestales. De desgarramiento.
En cuanto a Gerardo Vera su dirección es desigual y confusa, aunque tiene momentos de extraordinaria sensibilidad como el comienzo del cuarto acto, con el coro Patria oprimida y el aria a continuación de La mano paterna. Tal vez sea el momento más conseguido de la noche, al margen de los que está en escena Carlos Álvarez. La disposición de los personajes, el valor expresivo de las velas o de la naturaleza en niebla en contraste con las arquitecturas que enmarcan el escenario confieren a lo que se está viendo un sugerente clima poético. La escenografía de arqueologías industriales, cárceles opresoras o nubes amenazadoras es poderosa. Vera es culto y saca a la luz cantidad de recursos teatrales, pero la ópera requiere una capacidad de síntesis y un ritmo muy diferentes a los del teatro de prosa. No siempre lo consigue. Hace 20 años comenzó a preparar los decorados de un Macbeth para José Carlos Plaza en el teatro de la Zarzuela. Ahora se ha sacado la espina, pero quizá no estaría de más que volviese a pensar con calma algunas escenas en función de la continuidad y tensión del espectáculo.

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