Otra belleza
Iliada es un monumento a la guerra que, a su vez, transmite gran amor a la paz. Una transmisión que suelen hacer las mujeres, cuyas palabras congelan el ardor de la lucha. Pero la obra de Homero contiene un canto a la hermosura de la guerra, que lleva al individuo más allá de sus límites. De ahí que una forma de alcanzar la paz consista en producir un tipo de belleza que ilumine la vida sin conflictos bélicos. El siguiente es el prólogo de la reescritura de la epopeya griega a cargo del autor de Seda.
Intelec- tuales refi- nados como Wittgenstein y Gadda buscaban la primera línea del frente con la convicción de que sólo así podrían encontrarse a sí mismos
Lo que sugiere la Iliada es que ningún pacifismo debe olvidar ni negar la belleza de la guerra
Hoy la paz es poco más que una conveniencia política
No son éstos unos años como cualquier otro para leer la Iliada. Ni para "reescribirla", como he tenido que hacer. Son años de guerra. Y, si bien "guerra" sigue pareciéndome un término equivocado para definir lo que está ocurriendo en el mundo (un término conveniente, quizá), desde luego son años en los que cierta barbarie orgullosa, unida durante milenios a la experiencia de la guerra, se ha vuelto a convertir en experiencia cotidiana. Batallas, asesinatos, violencias, torturas, decapitaciones, traiciones. Heroísmos, armas, planes estratégicos, voluntarios, ultimados, proclamas. Desde alguna profundidad que creíamos enterrada ha vuelto a salir a flote todo el armamento atroz y luminoso que, desde tiempos inmemoriales, constituye el ajuar de una humanidad combatiente. En una situación semejante -extraordinariamente delicada y escandalosa-, hasta los menores detalles adquieren un significado concreto. Leer en público la Iliada es un detalle, pero no un detalle cualquiera. Para hablar claro, quiero decir que la Iliada es una historia de guerra, lo es, sin prudencias ni medias tintas; que se compuso para cantar a una humanidad combatiente, y hacerlo de forma inolvidable, que le permitiera durar toda la eternidad, llegar hasta el último descendiente, seguir cantando la belleza solemne y la emoción irremediable que en un tiempo fue la guerra y que siempre será. Por desgracia, en el colegio lo cuentan de otra forma. Pero el quid es éste. La Iliada es un monumento a la guerra.
Por eso hay una pregunta que surge de forma natural: ¿qué sentido tiene, en un momento como éste, dedicar tanto espacio, tanta atención, tanto tiempo a un monumento a la guerra? ¿Cómo es posible que, con todas las historias que existen, nos sintamos atraídos precisamente por ésa, como si fuera una luz que guía la huida de las tinieblas de estos tiempos?
Creo que, para dar una verdadera respuesta, tendríamos que ser capaces de comprender a fondo nuestra relación con todas las historias de guerra, y no con ésta en concreto; comprender nuestro instinto de no dejar nunca de contarlas. Pero es un asunto muy complejo, que no puedo resolver yo, desde luego no aquí. Lo que sí puedo hacer es quedarme con la Iliada y destacar dos cosas que me vienen a la cabeza, después de un año de estrecho contacto con el texto, y que resumen lo que he visto en el relato, con la fuerza y la claridad que sólo tienen las auténticas lecciones.
La primera: una de las cosas más sorprendentes de la Iliada es la fuerza, incluso la compasión, con la que se transmiten las razones de los vencidos. Es un relato escrito por los vencedores, pero en la memoria permanecen también -incluso por encima de todo- las figuras humanas de los troyanos. Príamo, Héctor, Andrómaca, hasta personajes menores como Pandaro o Sarpedonte. Esta capacidad sobrenatural de ser la voz de toda la humanidad y no sólo de sí mismos la encontré al trabajar en el texto y descubrir que los griegos, en la Iliada, entre líneas de un monumento a la guerra, transmitieron el recuerdo de un amor obstinado a la paz. A primera vista, uno no se da cuenta, cegado por el resplandor de las armas y los héroes. Sin embargo, en la penumbra de la reflexión, aparece una Iliada inesperada. Me atrevería a decir: el lado femenino de la Iliada.
A menudo son las mujeres las
que proclaman el deseo de paz, sin intermediarios. Relegadas a contemplar la lucha, son ellas las que encarnan la hipótesis obstinada y casi clandestina de una civilización distinta, libre de la obligación de la guerra. Están convencidas de que se podría vivir de otro modo, y lo dicen. El pronunciamiento más claro es el que hacen en el sexto Canto, una pequeña obra maestra de geometría sentimental. En un instante suspendido, vacío, robado a la batalla, Héctor entra en la ciudad y se encuentra con tres mujeres: y es como un viaje al otro lado del mundo. Las tres hacen la misma súplica, la paz, pero cada una la hace con su propio tono sentimental. La madre le invita a rezar. Helena le invita a descansar a su lado (y quizá a algo más). Por último, Andrómaca le pide que sea padre y marido antes que héroe y guerrero. En este último diálogo, sobre todo, hay una síntesis de una claridad didáctica: hay dos mundos posibles enfrentados, y cada uno tiene sus razones. Más rígidas y ciegas las de Héctor; más modernas y, por tanto, más humanas, las de Andrómaca. ¿No es admirable que una civilización guerrera y machista como la de los griegos decidiera transmitir para la historia la voz de las mujeres y su deseo de paz?
El lado femenino de la Iliada lo descubrimos en sus voces, pero, una vez descubierto, volvemos a encontrarlo en todas partes. Difuminado, imperceptible, pero increíblemente tenaz. Yo lo veo clarísimo en esas partes interminables de la Iliada en las que los héroes, en vez de luchar, hablan. Son asambleas que no terminan nunca, debates interminables, y sólo dejan de ser odiosas cuando se comprende lo que son en realidad: una manera de retrasar lo más posible la batalla. Son Scherezade que se salva contando cuentos. La palabra es el arma con la que congelan la guerra. Incluso cuando discuten sobre cómo hacerla, mientras tanto, no la hacen, y eso siempre es una forma de salvarse. Están todos condenados a muerte, pero el último cigarrillo lo hacen durar una eternidad; y lo fuman con la palabra. Después, cuando entren de verdad en combate, se transformarán en héroes ciegos que olvidan toda posibilidad de huida, fanáticamente volcados en su deber. Pero antes... Antes está un tiempo prolongado, femenino, de sabias lentitudes, miradas hacia atrás, de niños.
Esta especie de reticencia del héroe se concentra de la forma más exaltada y cegadora, como corresponde, en Aquiles. En la Iliada, es él quien más tarda en entrar en combate. Es él quien, como una mujer, presencia la guerra desde lejos, mientras toca la cítara junto a sus seres amados. Precisamente él, que es la encarnación más feroz y fanática de la guerra, literalmente sobrehumana. En este sentido, la geometría de la Iliada tiene una precisión increíble. Donde más sólido es el triunfo de la cultura guerrera, más tenaz y prolongada es la inclinación femenina hacia la paz. Al final, es en Aquiles en el que irrumpe el aspecto inconfensable de todos los héroes, con la claridad sin medias tintas de unas palabras explícitas y definitivas. Lo que dice en el noveno Canto, delante de los embajadores que le envía Agamenón, es tal vez el grito de paz más violento e indiscutible que nuestros ancestros nos han legado:
"No hay nada, para mí, que val-
ga una vida: ni los tesoros que poseía la próspera ciudad de Ilión en tiempos de paz, antes de que llegasen los hijos de los Dánaos; ni las riquezas que encierra tras la puerta de piedra el templo de Apolo, señor de las flechas, en la rocosa Pitón; se pueden robar abundantes bueyes y ovejas, se pueden obtener trípodes y caballos de crines leonadas; pero la vida del hombre no vuelve, no se puede arrebatar ni recuperar una vez que ha pasado la muralla dentada".
Son palabras de Andrómaca, pero en la Iliada las pronuncia Aquiles, que es el sumo sacerdote en la religión de la guerra; por eso resuenan con una autoridad sin igual. En esa voz -que, sepultada bajo un monumento a la guerra, dice adiós a la guerra y escoge la vida-, la Iliada deja entrever una civilización de la que los griegos no fueron capaces, pero que habían intuido, que conocían e incluso custodiaban en un rincón secreto y protegido de sus sentimientos. Tal vez, hacer realidad esa intuición es lo que la Iliada nos propone como legado, como tarea y obligación.
¿Cómo llevar a cabo esa tarea? ¿Qué debemos hacer para incitar al mundo a seguir su inclinación hacia la paz? También en este aspecto tiene la Iliada, a mi juicio, algo que enseñar. Y lo hace en la faceta más visible y escandalosa, la faceta guerrera y masculina. No hay duda de que el relato presenta la guerra como una consecuencia casi natural de la convivencia civil. Pero no se limita a eso, sino que hace algo mucho más importante e incluso intolerable: canta la belleza de la guerra, y lo hace con una fuerza y una pasión memorables. No hay prácticamente un héroe del que no se evoque su esplendor moral y físico en el momento del combate. No hay prácticamente una muerte que no sea un altar, ricamente decorado y adornado de poesía. La fascinación por las armas es constante, igual que la admiración por la belleza estética de los movimientos de los ejércitos. En la guerra son bellísimos los animales, la naturaleza es solemne cuando tiene que hacer de marco a la matanza. Incluso los golpes y las heridas se ensalzan como obras magníficas de un artesano paradójico, atroz pero sabio. Se diría que todo, desde los hombres hasta la tierra, encuentra en la experiencia de la guerra su instante de máxima realización estética y moral, como la gloriosa culminación de una parábola que sólo se hace realidad en el horror del enfrentamiento mortal.
En este tributo a la belleza de la guerra, la Iliada nos obliga a recordar una cosa molesta pero indiscutiblemente cierta: durante milenios, la guerra fue, para los hombres, la circunstancia en la que la intensidad -la belleza- de la vida irradiaba toda su fuerza y su verdad. Era casi la única posibilidad de cambiar el destino, de encontrar la verdad de cada uno, de ascender a una conciencia ética elevada. Frente a las anémicas emociones y la mediocre categoría moral de la vida cotidiana, la guerra movía el mundo y empujaba a los individuos más allá de los límites habituales, a un lugar del alma que debía de parecerles la meta de toda búsqueda y todo deseo.
No hablo de tiempos lejanos y bárbaros: hace no muchos años, intelectuales refinados como Wittgenstein y Gadda buscaban con obstinación la primera línea, el frente, en una guerra inhumana, con la convicción de que sólo así podrían encontrarse a sí mismos. Desde luego, no eran personas débiles, carentes de medios o cultura. Sin embargo, como prueban sus diarios, vivían aún convencidos de que la experiencia límite -la práctica inhumana del combate a muerte- podía ofrecerles lo que la vida diaria no era capaz de expresar. En esa convicción resuena el perfil de una civilización, nunca muerta, en la que la guerra era el eje candente de la experiencia humana, el motor de cualquier devenir. Todavía hoy, en una época en la que, para la mayoría de los seres humanos, la hipótesis de ir a combatir es poco menos que absurda, se sigue alimentando -a través de guerras en las que luchan otros, a través de los cuerpos de los soldados profesionales- el viejo brasero del espíritu guerrero, lo cual revela una incapacidad esencial de encontrar, en la vida, un sentido que permita prescindir de ese momento de verdad. El orgullo masculino mal disimulado que, tanto en Occidente como en el mundo islámico, acompaña a las últimas exhibiciones bélicas, permite reconocer un instinto que evidentemente no adormeció la conmoción de las guerras del siglo XX. La Iliada narraba ese sistema de pensamiento y esa forma de sentir, y los recogía en un símbolo sintético y perfecto: la belleza. La belleza de la guerra, "en cada uno de sus detalles", muestra que es el centro de la experiencia humana, transmite la idea de que no hay, en la experiencia humana, otra forma de existir verdaderamente.
Tal vez, lo que sugiere la Iliada
es que ningún pacifismo, hoy, debe olvidar ni negar esa belleza, como si nunca hubiera existido. Contar y enseñar que la guerra es un infierno y nada más es una mentira contraproducente. Aunque parezca espantoso, es preciso recordar que la guerra es un infierno, sí, pero lleno de belleza. Los hombres siempre se han lanzado a ella como mariposas atraídas por la luz mortal del fuego. No existe miedo ni horror que haya logrado mantenerles alejados de las llamas, porque en ellas han encontrado siempre la única huida posible de la penumbra de la vida. Por eso, hoy, la labor del auténtico pacifismo debería consistir, más que en demonizar sin descanso la guerra, en comprender que sólo cuando seamos capaces de producir otra belleza podremos prescindir de la que la guerra nos ofrece. Construir otra belleza es quizá el único camino hacia una paz auténtica. Demostrar que somos capaces de iluminar la penumbra de la existencia sin recurrir al juego de la guerra. Dar sólido sentido a las cosas sin tener que colocarlas bajo la luz cegadora de la muerte. Poder cambiar nuestro destino sin tener que apoderarnos del de otros; hacer circular el dinero y la riqueza sin recurrir a la violencia; hallar una dimensión ética, elevada, sin tener que buscarla en el borde de la muerte; encontrarnos a nosotros mismos en la intensidad de lugares y momentos que no sean trincheras; conocer la emoción, incluso la más desmesurada, sin recurrir a la droga de la guerra ni la metadona de las pequeñas violencias cotidianas. Otra belleza, si ven lo que quiero decir.
Hoy, la paz es poco más que una conveniencia política; desde luego, no es un sistema de pensamiento ni un sentimiento verdaderamente extendidos. Se considera que la guerra es un mal que conviene evitar, pero no que sea un mal absoluto, ni mucho menos; a la menor ocasión, alimentada por grandes ideales, emprender la batalla vuelve a convertirse en una opción perfectamente realizable. Una opción que se escoge, a veces, incluso con orgullo. Las mariposas siguen estrellándose contra la luz del fuego. Sólo veo una aspiración real, profética y valiente de paz en la labor paciente y oculta de millones de artesanos que trabajan cada día para producir otra belleza y la claridad de las luces que no matan. Es un empeño utópico que presupone una fe increíble en el hombre. Pero me pregunto si alguna vez habíamos avanzado tanto como ahora, por un camino similar. Y por eso creo que nadie conseguirá cerrar nunca más ese camino ni a invertir su dirección. Tarde o temprano, conseguiremos alejar a Aquiles de aquella guerra mortal. Y no volverá a casa por el miedo ni el horror. Lo hará por una belleza distinta, más cegadora que la suya e infinitamente más apacible.
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