El huevo y la serpiente
Veinte óleos y una escultura, realizados entre 2002 y 2004, aunque la mayoría en el presente año llenan las salas de la última exposición de Pablo Plazuelo en la Galaría Soledad Lorenzo, de Madrid. Nacido en Madrid hace 89 años, pocas veces nos es dado asistir en directo a la prodigiosa visión de cómo un gran artista cumple con su destino creador hasta el último aliento, tensando hasta el extremo la cuerda de la existencia en pos de una, quizá definitiva, revelación. Apartado como siempre, pero cada vez más, del mundanal ruido, la soledad altiva de Pablo Palazuelo tiene el toque, nada melancólico, de ese crepúsculo de los dioses, cuya grave majestad fúnebre está también animada por festivos clarines de aurora.
PABLO PALAZUELO
Galería Soledad Lorenzo
Orfila, 5. Madrid
Hasta el 13 de noviembre
No hay ni el menor asomo de retórica en mis palabras, aunque, desde luego, no sea fácil explicar esa mezcla de sabiduría y entusiasmo en esta asombrosa obra reciente de Palazuelo, que es única, pero por llevar lo que ha sido a un más allá de sí mismo. Sin duda, nunca Palazuelo había logrado, como ahora, conjugar esos dos puntos extremos de la creación artística, que Ernst Bloch, aprovechando las categorías estéticas de Worringer, definió como los divergentes principios de la Catedral y la Pirámide, lo orgánico y lo cristalino, la vida y la geometría.
En cada una de las series
que Pablo Palazuelo ahora nos presenta -Ramo, Umbra, Dream, Oval, Circino, Mármara- se produce esa estupefaciente dialéctica de la materia formalizada, de la finura matemática, de, si se me permite, la vitrificación de la sangre. De esta manera, una energía liberada, que parece "loca", deviene, una y otra vez, filigrana musical, trama vegetal sonora, y, por tanto, arquitectura lineal y cromática. La expansión centrífuga de la elipse y la concentración centrípeta del huevo incubado. La agitada tralla del látigo y el denso meollo de lo fetal. Así, pues, el huevo y la serpiente: el ouroboros, o, dicho, si se quiere, en el román paladino de la academia, el encuentro entre John Flaxman y Hector Guimard, la increíble cita entre el ultraclasicismo y el art nouveau.
Fuera cual fuera el admira
ble potencial sincrético de este postrer Palazuelo, tocado por el aura conjuntiva de lo simbólico y por el aura disruptiva de lo diabólico, hay en él otro desafío palpitante: la atomización cromática de la atmósfera. Quiero decir que, junto a los colores planos saturados, que en su obra han tenido y tienen el rotundo perfil satinado de las formas compactas, definidas, objetivas, con blancos, negros, azules oscuros, sienas, grises, marrones, rojos, aparecen ahora fondos cromáticos evanescentes, de resplandores rosáceos, cerúleos, esmeralda, grises azulencos..., cuyas sutiles gradaciones son como un tejido de miríadas de luz, un celaje translúcido del relumbre de un invisible brocado, los centelleantes visajes de una sopa cósmica.
Esta sorprendente alquimia lograda por el artista madrileño traspasa los umbrales de lo que convencionalmente se entiende como arte, y no sólo la del cacareo de lo que por tal dicta la actualidad, porque quien, como Pablo Palazuelo, se ha sumergido en las insospechas búsquedas del misterio, nos habla desde un más allá innombrable, desde esos extraños ecos y reverberaciones de la naturaleza, donde habitamos sin encontrarnos.
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