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Una vía luminosa

NACIDO EN Madrid, en 1916, tras estudiar Arquitectura en Oxford, Pablo Palazuelo regresó a su ciudad natal recién terminada la Guerra Civil y decidió entonces dedicarse exclusivamente a la pintura. En 1948, se instaló en París y estuvo residiendo allí hasta 1969, exhibiendo regularmente su obra en la prestigiosa galería Maeght, que se fijó pronto en el talento del entonces joven español, que, en 1952, ya había obtenido el Premio Kandinsky y, seis años después, el Premio Carnegie. A pesar de estos importantes galardones internacionales, a los que se sumaron, más tardíamente, los españoles: la Medalla de Oro de Bellas Artes en 1982 y en el presente año el Premio Velázquez de Artes Plásticas, no ha habido algo que le preocupase menos a Palazuelo que el éxito y los reconocimientos públicos. Ha estado siempre centrado en su trabajo solitario y como ensimismado, llevando a cabo una de las más interesantes obras de la abstracción geométrica de todo el mundo. Esta capacidad de intensa concentración ha demostrado ser una vía luminosa para que, según pasan los años, su obra sea cada vez más extremadamente profunda y sorprendente, como demuestra en sus últimas exposiciones individuales, realizadas a lo largo de su octogésima década, que producen una conmoción en el espectador por su extraña vitalidad juvenil y su hondo latido, como si estuviera emplazado entre dos mundos. Sin duda, Pablo Palazuelo es uno de los mejores artistas europeos vivos y lo es, además, sin darse la menor importancia.

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