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Columna
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Patinando

El asunto podría no haber pasado de constituir una breve reseña en las páginas deportivas de algunos diarios si no fuera por la trascendencia política que en España, el Estado español, o la península ibérica -cada cual que se apunte a lo que más le guste- tienen las cuestiones identitarias. Y el deporte, sin duda alguna, pertenece al ámbito de estas últimas. Me refiero a la tormenta desatada por la expresada voluntad de un grupo de jóvenes catalanes, respaldados por una estructura federativa y apoyados por una buena parte de la sociedad catalana, de calzarse unos patines y coger un palo para, con él, golpear una pelotilla y tratar de introducirla en un marco -llamado portería- defendido por otro grupo de jóvenes con simétricas intenciones.

Además de en un inmenso negocio, el deporte se ha convertido en uno de los últimos refugios de los sentimientos de pertenencia a una determinada comunidad, que la mayoría de los individuos tienen en mayor o menor grado. En otro tiempo, esos sentimientos se expresaban a través de diferentes vías y símbolos: la moneda utilizada para comprar o vender cosas, la mili obligatoria en una ejército nacional, la omnipresencia de himnos patrios en todo tipo de actos públicos, las distintas costumbres de unos y otros lugares, y hasta la diferente forma de vestir, constituían rasgos característicos que forjaban -de manera voluntaria o impuesta- una cierta identidad colectiva.

Hoy, por el contrario, nos encontramos con que nuestra existencia y la de un ciudadano de Oporto, Hamburgo o Milán se parecen en muchas más cosas que en las que se diferencia. Cientos de miles de jóvenes cursan parte de sus estudios universitarios en otros países en el marco del programa Erasmus; viajamos sin pasaporte o con uno en el que pone Unión Europea; usamos una moneda común en casi todo el continente; ya no existe la mili; la gente conoce y maneja mejor otras lenguas distintas de la materna; y, sobre todo, compartimos unos mismos códigos culturales, determinados por Internet y unos medios de comunicación que no entienden de fronteras. Así las cosas, y más allá de las recurrentes llamadas al patriotismo de nacionalismos de diverso tipo, lo cierto es que no quedan muchos espacios en los que concretar los sentimientos de pertenencia, siendo el deporte uno de ellos. Refiriéndose al Athletic de Bilbao, Manu Montero expresaba con bastante gracia en estas mismas páginas la sensación experimentada al tomar conciencia desde la distancia de tener a un equipo de fútbol como patria.

Para otros, esa patria será la Real Sociedad, el Barcelona, el equipo ciclista Euskaltel, la trainera de Orio, la selección catalana de hockey sobre patines, el equipo español de Copa Davis, o la selección vasca de fútbol. Cuestión de sentimientos. En todo caso, lo que no parece lógico ni inteligente es pretender poner puertas al campo y hacer batalla política de un asunto que la mayoría vive con bastante naturalidad, pese a que algunos pretendan instrumentalizarlo. Dejemos que cada cual viva sus sentimientos identitarios con libertad, siempre que no pretenda imponerlos a los demás. Si algunos fundamentalistas del nacionalismo vasco ven la patria amenazada por el antagonismo entre seguidores del Athletic y la Real, o el surgimiento de una selección navarra de fútbol, o si algunos recalcitrantes nacionalistas españoles ven su identidad nacional en peligro porque un equipo de hockey catalán se enfrente a otro español, tanto unos como otros demuestran una confianza muy escasa en la fortaleza de determinados sentimientos identitarios.

Acebes y otros dirigentes del PP hablan ya de traición a los sentimientos profundos de los españoles. Sería una lástima que el Gobierno socialista entrara al trapo y patinara en esta cuestión, tratando de imponer, a través del deporte, la obligatoriedad de un sentimiento identitario uniforme, e impidiendo que sea cada deportista y cada aficionado quien decida a qué equipo desea pertenecer o apoyar. Aquí tampoco debería valer lo del nacionalismo obligatorio que algunos han denunciado en ocasiones.

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