Hombres marcados
Los celos saben más que la verdad, dice Gabriel García Márquez en su nueva novela, Memoria de mis putas tristes, y sin duda esa frase describe la locura: al celoso le basta con lo que no ha pasado; el celoso es un demente que ve visiones, que sangra por heridas que no tiene, venga afrentas que nadie le hizo y castiga pecados que jamás fueron cometidos. El celoso es un enfermo y es también una enfermedad; por eso los que están a su lado se consumen con él, se van hundiendo poco a poco en las arenas movedizas de sus dudas, en el barro oscuro de sus sospechas. Y, finalmente, los celos son una forma de fascismo: el celoso cree tener derecho a poseer íntegramente a quienes cree suyos de día y de noche, en cuerpo y alma.
Los celos suelen ser la causa, o al menos la disculpa, de muchos de los casos de maltrato doméstico que ennegrecen nuestro país y el mundo. Los maltratadores suelen asesinar fríamente a sus mujeres, con premeditación y sadismo, y luego suelen echarle la culpa a los celos, quizá con la esperanza de que les rebaje la condena alguno de esos jueces cuyos juzgados parecen una sucursal del cementerio, por el modo en que cavan sobre un papel las tumbas de las víctimas.
Dentro de poco, los maltratadores de la Comunidad de Madrid sobre los que pese una orden de alejamiento serán marcados con un brazalete electrónico que avisará a sus víctimas y a la policía cuando estén a menos de 500 metros, aunque parece que también podrán dar la alarma, si así lo cree conveniente el juez, cuando estén a menos de tres kilómetros de la persona a la que van a acuchillar, o prender fuego, o estrangular, o matar a golpes. Si el ingenio funciona, seguramente podrán salvarse muchas vidas.
Ninguna sociedad puede sobrevivir sin leyes, naturalmente, pero tampoco puede ser justa cuando la Ley se convierte en la coartada de los bandidos. Y no hace falta más que leer los periódicos para comprobar cuántas veces las personas que son asesinadas podrían haberse salvado sólo con que un juez hubiera tenido sus derechos tan en cuenta como los del criminal que las ha matado. La Ley parece, demasiado a menudo, rápida y eficaz para los culpables y lenta e inútil para los inocentes. ¿Cómo negarles a los presos o los condenados sus derechos legales? Y, una vez que están en la calle, ¿cómo vigilar cada uno de sus pasos? Entre esas dos preguntas, que encierran toda la impotencia de las sociedades civilizadas ante el mal, hay un abismo por el que han caído miles de personas.
El brazalete contra maltratadores que entregó el lunes la presidenta de la Comunidad de Madrid al juez decano de la ciudad podría convertirse en un puente entre las dos orillas de ese abismo, sobre todo si se logra su implantación cautelar, consentida o no, a los presuntos miserables, porque de lo contrario, si hay que esperar a que la sentencia de alejamiento sea firme, muchos de los aparatos que ha diseñado el Instituto de Magnetismo Aplicado Salvador Velayos, de la Universidad Complutense, llegarán demasiado tarde a su destino.
Mientras algunos magistrados se piensan hasta qué punto el brazalete cautelar es "una medida restrictiva de garantías y derechos fundamentales" del sospechoso de maltrato, muchas mujeres seguirán estando completamente solas en el centro de la diana.
Los problemas difíciles necesitan soluciones valientes y lo que ocurre a ras de tierra no se puede solucionar andándose por las ramas, de modo que ojalá el brazalete empiece a implantarse pronto y, además, a tiempo. Si se consigue, cada uno de ellos será un contador que sume todo lo que no ha ocurrido, cada amenaza que no llegó a pronunciarse, cada golpe esquivado y cada tragedia impedida. O sea, un mecanismo parecido al de los celos, sólo que al revés y justo en sentido contrario.
Si funciona, serán los cuerdos los que le ganen la carrera a los insanos. Hay miles de mujeres aterrorizadas, de ésas a las que no oyen ni algunos jueces, ni algunos políticos, ni algunos articulistas cuyo gran problema es que no saben de qué escribir, que esperan temblando en la oscuridad. Si hay suerte, quizá los próximos pasos que oigan en la escalera sean los del policía que viene a salvarlas a ellas y a leerle sus derechos a su presunto asesino.
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