El factor humano
El autor sostiene que Internet y la tecnología seguirán su avance, que será aprovechado por la sociedad, pero jamás podrán sustituir con ventaja las facultades de su creador.
Aunque todas las generaciones, según dice Tocqueville, tienen la presunción de haber sido determinantes de los mayores avances en el progreso de la humanidad, es del siglo XX del que, al menos en ciencias aplicadas, con más razón se suele repetir este tópico. Esa centuria, que en su primera mitad desató en nombre de perversas ideologías las más grandes hecatombes de la historia, en su último tercio hizo avances gigantescos que lanzaron la tecnología a cotas inimaginables, hasta el punto de que los oficiantes del nuevo credo, deslumbrados por el fetiche de la técnica, anunciaron una progresiva sustitución ventajosa por máquinas y robots de todas las funciones humanas, incluso de las intelectuales y volitivas. Todo, hasta los actos humanos más complejos que se definen por juicios o valoraciones con matices interpretativos y aplicación de equidad, como los actos de la justicia contenciosa o preventiva, serían en el futuro prestados por ordenadores de mayor o menor complejidad.
Se comprende así ahora esa general vuelta a los orígenes de que tanto se habla
Se iniciaba así un imperceptible deslizamiento hacia su aniquilación en un vaciado tecnológico de las instituciones que integran la trama de nuestro sistema político-social de convivencia, entre ellas, el notariado, comenzando a tomar cuerpo, con la excusa de así exigirlo las nuevas tecnologías, ese proyecto de notario-documentador o mero legitimador a que en ocasiones se ha querido reducir la función notarial. De esta manera se daba vida a la jocosa premonición de Carnelutti del juez o notario mecánicos encarnados en simples robots que, tras recibir en las ranuras correspondientes petición y moneda, arrojarían automáticamente la sentencia o autenticación solicitadas. Un sueño quimérico que conduciría inexorablemente a la aniquilación en fisión técnica del notario de nuestra cultura, que sería reemplazado por un sistema mecanizado de seguros a todo riesgo que lo que en realidad indemnizan, como ha dicho Rodríguez Adrados, es la iniquidad que nace de la no existencia de verdadera seguridad.
Hubiera sido una lastimosa frustración. Porque el notario de nuestra cultura, perfilado en la Bolonia medieval, es desde sus orígenes otra cosa. Nació por demanda civil como salvaguarda en el ámbito privado del ideal común de vida de los hombres, la seguridad, cuya custodia confiaron a quienes en el ejercicio de un oficio público y conociendo las sutilidades del derecho fueran capaces de poner por escrito notable y fielmente aquello sobre lo cual se recurra a su garantía. No se creaba un oficio mecánico ni la demanda se reducía a fidelidad en la transcripción. Ya en 1242, Salatiel intimaba al notario para que cada cosa que vaya a escribir la tenga primero en el corazón que en la boca, prius teneat in corde quam in ore, frase cuyo sentido, aun descontado el efecto rítmico latino, aclara de seguido con la insinuación de que su intención sea preámbulo del hecho, pues considerando el asunto consigo mismo atentamente discierna si lo que se le pide escribir son palabras que sólo se dicen o hechos que han sucedido, todo lo cual ya denuncia claramente que este oficio nació más allá de los límites de lo mecanizable.
Venturosamente, hoy sabemos que la anunciada maquinización universal, aquel mundo feliz, fue sólo una panacea utópica, una fábula urdida en uno de esos hitos señeros de la historia en los que invariablemente tropiezan la continuidad de la tradición y la innovación, porque, como dictamina Habermas, las utopías que postulan la técnica como instrumento infalible de dominio racional sobre la naturaleza y la sociedad están quedando hechas añicos ante pruebas irrefutables y sus técnicas han tenido consecuencias ambiguas y disfunciones colaterales, hasta el punto de que las mismas fuerzas que por un lado aumentan el poder de la humanidad, por otro terminan siendo fuerzas destructivas que convierten la racionalidad en irracionalismo, lo que también sería de aplicación al notario mecánico.
No se trata de una manifestación de pesimismo cultural. Es sólo una prueba más del triunfo de la razón humanista que ha sido capaz de reducir la técnica a la dimensión que le asignó el despertar de Huxley: la tecnología será empleada como si, al igual que el sabbath, hubiera sido creada para el hombre y no como si el hombre debiera adaptarse y esclavizarse a ella, diagnóstico con el que coincide Blanco-Morales refiriéndose al notariado cuando afirma que no se trata de que las nuevas tecnologías sustituyan a instituciones consolidadas, sino de que se pongan a su servicio.
Tampoco es una forma de recesión. Internet y la tecnología continuarán su avance al ritmo eterno del progreso imparable, y brindarán artilugios que nos asombrarán de infinito, y estos avances podrán ser aprovechados por los hombres, y también por los notarios, para relacionarse y prestar funciones con mayor rapidez y eficacia. Pero nunca, como auguró el mito de Prometeo, podrán sustituir con ventaja las facultades de su creador, como tampoco podrán, por propia definición, rebasar las barreras de la que se ha llamado racionalidad mecanizable, tras las que se cobijan las esencias de los valores absolutos como la dignidad o la libertad, que sólo se alcanzan mediante dura ascesis y sólo se administran en un sutil equilibrio compensado de principios cuya eventual preeminencia no puede ser decidida maquinalmente o al azar. También la justicia, rogada o preventiva, que para que sea tal ha de ser aplicada con humanidad y moderación, trasciende los límites de la racionalidad mecanizable.
Y no basta con esto. De igual modo hay que cuidar de que el impacto de una tecnificación agresiva desfigure o robotice instituciones que nacieron impregnadas de humanismo y se fueron depurando durante siglos, como el notario de nuestra cultura, mientras se mantengan dotadas de racionalidad y conserven su utilidad social. Ni siquiera podemos aprobar que se automaticen las formas de prestación y asesoramiento personales y corteses a los ciudadanos, o con el pretexto de así aconsejarlo la técnica, se estandaricen las respuestas. Una maquinización de conceptos y maneras significaría descalificar la razón poniendo en marcha pequeñas máquinas sin dirección que expondrían innecesariamente a los hombres a riesgos desconocidos. Porque, como dice Rifkin en su reciente The european dream, cuanto más poderosa se vuelve la tecnología, tanto más complejos e impredecibles son sus impactos y sus consecuencias.
Por eso hay que atacar de contrario. La mayor y más intensa participación auxiliar que felizmente corresponde hoy a las máquinas en la prestación de funciones nos obliga a resaltar con más ahínco los rasgos peculiares de cada una de esas instituciones que forjan la trama de la civilización humanista de Occidente. Es necesario revitalizar su médula y regenerar el meollo que le ha servido de nutriente desde sus orígenes para impedir que una maquinación espesa robotice principios, métodos y maneras, y para mantener siempre vivo el necesario protagonismo del factor humano evitando su dilución en el virtuosismo de la tecnología, porque sólo a través del factor humano puede el notario cumplir su misión de asistir a los ciudadanos para que nada ni nadie, como dice Philip Pettit, domine o interfiera su libertad. Se comprende así ahora esa general vuelta a los orígenes de que tanto se habla, porque es en sus raíces donde se pueden rastrear las esencias de cada institución, que no son ni pueden ser otras que la respuesta que la propia sociedad dio a las necesidades cívicas que reclamaron su nacimiento.
Y no reclamaba la sociedad cuando concibió al notario de nuestra cultura una máquina documentadora o autenticadora, sino un siervo público -porque en público sirve y debe servir a todos-, un ome de secreto, decía el Fuero Real, de probada reputación e buena fama, obligado por el deber de equidad y de guardar lealtad, que ejerce un oficio comunal para todos. No se buscaba un robot pasivo, sino un homme d'action, dijo en Francia Rigaudiere, homme de conseil et homme de decisión, innovatore per antonomasia, aclaró Matorzi en Italia. En cualquier caso, algo que ineludiblemente está más allá de la racionalidad mecanizable.
No puede pedirse a la máquina que lo que haya de autenticar prius teneat in corde quam in ore. Pero quizá ni siquiera sería bueno que pudiera. Porque, como dice un autor tan poco sospechoso de involucionismo como Habermas, las coordenadas y las instituciones de nuestra civilización humanista demuestran una concepción del pensamiento y de la interpretación práctico-moral muy superiores a las categorías implícitas en las concepciones colectivistas o mecanicistas.
José Aristónico García es notario.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.