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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Escuela de terroristas

El 11-M y los días subsiguientes representaron para los ciudadanos españoles la constatación atónita de que el más mortífero fanatismo islamista estaba instalado entre nosotros. Ahora estamos descubriendo que en las prisiones, el lugar donde se les supondría neutralizados, paradójicamente pueden organizarse con alarmante facilidad esos religiosos devotos de la muerte. Parece que la célula recientemente quebrada por órdenes del juez Garzón había ideado, desarrollado y pulido desde la cárcel, en un trabajo complejo y minucioso, su próxima monstruosidad. El núcleo de este grupo terrorista islámico se constituyó nada menos que a lo largo de dos años, entre 2001 y 2003, en la cárcel de Topas (Salamanca), pero sus conexiones parecen distribuirse por media docena de prisiones.

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La cárcel nunca ha arredrado a los iluminados, y los fundamentalistas islámicos representan su máxima expresión. Reiteradas denuncias públicas de funcionarios de prisiones del más diverso signo, apuntaladas en voz más baja por cualificados responsables penitenciarios, vienen alertando sobre un peligroso caldo de cultivo islamista en las prisiones españolas. Proselitismo, violencia, intimidación, desprecio absoluto por las normas con cualquier pretexto. Los yihadistas viven un universo propio, impenetrable para el aparato carcelario convencional, comenzando por algo tan elemental como su propio lenguaje. La operación policial de esta semana viene a confirmar que la situación podría volverse inmanejable si no se combate con urgencia y todos los medios del Estado de derecho. En este contexto, las seráficas declaraciones en el Senado de Mercedes Gallizo, directora de Instituciones Penitenciarias, negando la evidencia del problema islamista en nuestras cárceles parecen más propias de la responsable de una institución caritativa. Una democracia puede ser cualquier cosa menos ingenua, y la primera obligación para sus ciudadanos es proteger sus fundamentos de quienes quieren dinamitarlos.

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El terrorismo islamista ha colocado a Occidente -España en primera fila- ante una situación en que los mecanismos de defensa tradicionales se mueven en inferioridad de condiciones. La lucha va a ser presumiblemente muy larga, y ni la mentalidad de los integristas, ni su sentido del tiempo o la finalidad responden a los patrones con que nos manejamos. Ni las fuerzas de seguridad ni la judicatura ni el sistema penitenciario están preparados para combatir a un enemigo hermético y, llegado el caso, suicida, que desafía casi todos los pilares sobre los que hemos ido construyendo la idea de un mundo en progreso y libertad. Todo está por hacer en este terreno crucial.

La dispersión carcelaria de los militantes islamistas es una medida necesaria, pero ya insuficiente. Si el Gobierno ha entendido que en la calle es urgente la especialización y el aumento de las fuerzas de seguridad y espionaje, el mismo criterio debe ser trasladado al sistema penitenciario. La aceptación teórica de que se trata de un gravísimo reto con tendencia a durar requiere respuestas a la altura del desafío. Medios y profesionalización crecientes, también en las superpobladas prisiones: nuevas instalaciones, más y más expertos funcionarios. La vigilancia eficaz de un colectivo tan reducido en el conjunto de una población reclusa de 52.000 personas no puede representar un problema insalvable en la Europa del siglo XXI. España no puede permitirse un nuevo 11-M; menos, si es gestado desde sus prisiones.

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