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Columna
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Una casa en China

En mi familia, las relaciones con China son muy antiguas. Mi hermana Tere se enamoró, a finales de los sesenta, de la pintura china en el taller de Sainz de la Maza del paseo de Gràcia de Barcelona. Allí ella se instruyó en la técnica de los pinceles sobre el papel de arroz y al mismo tiempo estudió taoísmo y otras corrientes filosóficas y aprendió a interpretar la escritura china. Cuando todos mis amigos eran maoístas, mi hermana les sacaba una ventaja increíble a todos. Pintaba como una paisajista china de la época de Velázquez. Su pintura clásica dejaba estremecidos a los amigos que blandían el posmoderno Libro Rojo de Mao. Era algo tan asombroso que hasta salió en el No-Do, donde hablaron de la primera pintora china de Cataluña.

Hemos hablado ella y yo, estos días, de los ojos rasgados de Maragall y Artur Mas abriendo caminos en el Lejano Oriente. Mi hermana ahora da clases de técnica de pintura china y no ha parado de evolucionar artísticamente desde aquellos comienzos académicos. Sus cuadros ahora son una original fusión de dos culturas, son cuadros chinos filtrados por una visión occidental. Desde finales de los sesenta no ha dejado de investigar en la tradición pictórica china y de viajar a París, donde visitaba a Ung-No Lee, su guía y maestro. A la muerte de éste, decidió que había llegado la hora de conocer el lejano país que tan misteriosamente la inspiraba y, un buen día, se fue a China. Todos fuimos a despedirla al aeropuerto. Volvió y dijo que China era tal como la había soñado.

En los últimos años, ha viajado varias veces a su país favorito y ahora es un pozo de sabiduría rara. La ha acompañado variada gente en sus incursiones en busca del embrujo de Shanghai. Y en una de ellas, no hace mucho, a una amiga que la acompañaba le sucedió algo que es de puro cuento chino. Cuando me lo contó, me impresionó bastante. La amiga -pongamos que se llama Marta, pues no desea que se conozca su verdadero nombre- soñó que caminaba por un extraño sendero campestre, lo soñó en el avión que la llevaba con mi hermana a Pekín. Soñó que ascendía por una colina cuya cima estaba coronada por una maravillosa casa roja, rodeada de un jardín exuberante. Incapaz de ocultar su encantamiento, llamaba a la puerta de la casa, que finalmente era abierta por un anciano de larga barba blanca. En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Estaban ya llegando a Pekín.

Tres días después, en las afueras de Shanghai, viajaba en coche con mi hermana y un intérprete cuando a mano derecha vio el sendero campestre de su sueño. Tironeó la manga del intérprete, que era el conductor, e hizo que detuviera el automóvil. Poco después, subían a pie los tres por el sendero, Marta con el corazón encogido. No le extrañó ver que el camino subía enroscándose hacia la cima de la frondosa colina y les dejaba ante la casa roja, cuyos menores detalles recordaba ella en ese momento con la máxima precisión. Era como si hubiera estado siempre allí. Mi hermana, un tanto ajena todavía al sueño de su amiga, comentó que era una casa muy bonita para ser pintada. El mismo viejo, aunque sin barba, les abrió la puerta. A diferencia del sueño, en esta ocasión Marta pudo hablar con el anciano, al que le preguntó si estaba en venta la casa. Lo estaba, pero el viejo le aconsejó que no la comprara. "Esta casa, hija mía, está frecuentada por un fantasma", le explicó el anciano. Se produjo un breve silencio. La amiga de mi hermana le preguntó al intérprete si había traducido bien. "Sí", dijo el intérprete. "¿Y quién es ese fantasma?", preguntó ella. "Usted", dijo el anciano y cerró suavemente la puerta.

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