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Columna
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Da Vinci

Llovía en Milán de una manera rutinaria e inmutable, sin sobresaltos, como suele llover en las ciudades prósperas. El tranvía se detuvo poco antes de llegar a una plaza de quietud invernal en cuyo centro se levanta el convento renacentista de Santa Maria delle Grazie, diseñado por Bramante. Desde afuera el edificio, bajo el tachonazo negro de las nubes, producía una impresión vagamente amenazadora y no era difícil imaginar detrás de aquellos muros las inquietudes de los antiguos frailes. Pero el verdadero misterio se halla todavía sobre la pared del fondo del refectorio donde La Cena, pintada al fresco por Leonardo da Vinci, se ha enfoscado en las humedades del muro hasta apoderarse de la piedra y de la luz que también son atributos del alma. Entrar en ese cuadro no es una experiencia estética, sino casi delictiva. Si a mi me permitieran sentarme a la mesa de ese banquete, lo haría al lado de Judas.

Pese al estado ruinoso y a los desastres del tiempo, la pintura teje ante el espectador una tela de araña repleta de interrogantes que giran en torno al preludio de una traición. Paseando por Milán, durante horas, desde la mañana engrisada por la llovizna hasta la noche violeta, he pensado que Leonardo recorrería a grandes trancos las calles empedradas de esta ciudad con una misiva para entrar al servicio de Ludovico Sforza, hace más de cinco siglos, cuando Milán era un vertedero de mármol y gloria.

Después de haber contemplado el fresco largamente en soledad, me he sentado en un café, frente a la plaza del Duomo y he soñado con el espacio hermético de esa pintura llena de símbolos. Hay quien cree que el enigma de esta escena se halla en la identidad confusa de la figura que está sentada a la diestra de Jesús. Millones de turistas acuden de todas partes para comprobar si efectivamente se trata de María Magdalena como sostiene el autor del tópico best-seller El Código da Vinci, o por el contrario es Juan, el apóstol más joven e ingenuo. Su discípulo predilecto.

Sin embargo sólo algunos descubren que el misterio del fresco no radica ahí, sino en el alimento que está en los platos. En ellos no aparece para nada la consumición del Cordero Pascual de la que hablan los Evangelios. El menú de la cena de Leonardo consiste en pescado rancio, aderezado con limón, quizá para enmascarar su olor a podrido. ¿Por qué? Ningún historiador del arte ni profesor de estética, que yo sepa, nos lo ha explicado. Aparte de esto, la luz cenital crea una atmósfera de suspense como si algo estuviera a punto de ocurrir o acabase de ocurrir a nuestras espaldas. La delación de Judas y la negación de Pedro están en el aire de algunas miradas. El destino se insinúa con el lenguaje críptico de las manos cuyos gestos son indescifrables para el espectador actual que, a pesar de todo, capta el mensaje que Leonardo quiso dar a través de una escena de belleza herética.

Llueve sobre esta ciudad irreal como en esa pintura petrificada, difuminada por la humedad del aire en una gama de grises empapados, de azules tan limpios como las pupilas de un pintor que hacia el año 1495 cruzaba esta misma plaza cubriendo sus bocetos con una túnica de lino. Leonardo trataba de investigar arcanos cuya clave se escondía aquí, en las calles oscuras de Milán y que todavía nadie ha podido desvelar.

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