Dalila
No tengo hijos y, cuando mi marido todavía estaba aquí, llegué a cruzar los brazos, a escondidas, meciendo el vacío.
No me quedaré aquí, me marcho. ¿Qué me retiene ahora que mi marido se separó de mí? ¿La casa? ¿El trabajo? ¿El coche? Lo que resta de la familia son unas tías en un segundo piso de Graça, con moho en el techo y la vajilla de plata de los abuelos abollada, un fragmento de tejados y el río enmarcado en la ventana. Bajan las escaleras apoyándose la una en la otra, viejos dedos con anilllos que se buscan, que se aferran. No tengo hijos y, cuando mi marido todavía estaba aquí, llegué a cruzar los brazos, meciendo el vacío. El problema debía de ser de él porque, antes de casarnos, tuve un aborto de un novio anterior: me acompañó a ver a la partera, pagó la mitad de los gastos. Poco después, me dijo que necesitaba unos meses para pensar y no volví a verlo nunca más. No era de Lisboa, era de Santarém. Debe de andar por ahí. Que descanse en paz.
Que te acepten a los cuarenta y ocho años, sea para lo que fuere, no es moco de pavo
Yo, por mi parte, no me quedaré aquí, me marcho. Respondí a un anuncio en el que solicitaban una economista en Mozambique, respondí, me aceptaron. Que te acepten a los cuarenta y ocho años, sea para lo que fuere, no es moco de pavo. Tal vez las otras candidatas eran aún más decrépitas que yo. No veo otra explicación, lo que el espejo me devuelve son grietas, derrumbes, el pobre ladrillo a la vista debajo del revoque. Puede ser manía mía, pero me daba la impresión de que mi marido me observaba de reojo, meneando la cabeza. Dulce asegura que es manía mía. Que estoy estupenda. Que contrataron a muchas de mi edad. Que tengo el espíritu joven.
-Lo más importante es tener el espíritu joven
y el suyo debe de ser jovencísimo porque, con una semana apenas de diferencia entre las dos, se quedó con mi marido. Grietas, derrumbes, el pobre ladrillo a la vista debajo del revoque: no entiendo por qué se pierde tanto discutiendo sobre el tiempo, que no es ninguna entidad metafísica, es sólo una empresa de demoliciones. Voy a llevar un metro sesenta y tres de escombros a Mozambique. Se trata de una compañía estadounidense, el señor de la entrevista psicológica, con gafas, todo dioptrías aprobadoras
-Muy bien, muy bien
ayer incluso me telefoneó para invitarme a tomar un café. Se enteró del número por el currículum. No entiendo el motivo de que los hombres llamen café a lo que es cualquier cosa menos un café. Por lo menos descubrí que las habitaciones de los hoteles del centro, para una tarde de dos a seis, son caras. Había un aparato de radio empotrado en la cabecera de él. Lo encendió guiñando la dioptría izquierda, en un gesto de malicia cómplice.
-Música ambiente, ¿le gusta?
me gustaría saber qué es eso de música ambiente, o es música o es ambiente, me quedé oyendo unos boleros prediluvianos mientras él me desnudaba con sus manitas heladas, ponía la ropa doblada en la silla, se tumbaba a mi lado y preguntaba, señalando las cortinas
-Agradable, ¿no?
y de agradable nada, porque las cortinas eran iguales a las de la clínica en la que me operaron de la vesícula. Me atrevería a decir que las mismas, el médico quitando el vendaje
-Vamos a ver cómo está esa pequeña cicatriz
en realidad una cicatriz enorme y se notaba en su mirada la invitación para tomar un café asomando en el horizonte. Comienzo a entender lo que atrae a los turistas en las ruinas romanas. Mi marido y Dulce se encontraron por primera vez, a la hora de las visitas, en la clínica, cada uno con su ramo de flores. Él rosas rojas, ella rosas amarillas. Fue su gusto en común por las rosas lo que los acercó. Debe de haber un olor que apesta en el edificio en el que viven. Quizá, desde la primera vez, mi marido
-Música ambiente, ¿le gusta?
Dios mío, cómo odia mi espíritu joven lo que estoy contando. El de las dioptrías no me dejó su número.
Así que no me quedaré aquí, me marcho. ¿Qué me retiene? Las tías no notarán mi falta, abrazadas en la salita, cerradas por la noche a cal y canto por temor a los rateros: el saber común indica que a los ladrones les enloquece la vajilla de plata abollada. En Mozambique ha de haber terrazas donde tomar café, ha de haber música ambiente y cortinas de convalecencia: a los cuarenta y ocho años, cuarenta y nueve en diciembre, ¿qué más necesita una mujer? Siempre puedo cruzar los brazos, a escondidas, meciendo el vacío.
Traducción de Mario Merlino.
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