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Columna
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Sorpresa

"TODAVÍA NO sé, hasta hoy", afirma Arthur Schnitzler en Juventud en Viena (una autobiografía) (Acantilado), "si tengo verdadero talento para escribir". Aunque esta duda del inteligente y fecundo escritor austriaco, nacido en 1862 y muerto en 1931, tiene el carácter retroactivo de un memorialista que evoca su primera juventud, no sería aventurado conjeturar que ningún auténtico artista llega hasta el borde mismo de su muerte acosado por semejante interrogación, y, aún más, si cabe, en nuestra época, en la que el mercado cultural multiplica hasta el infinito las dudas del creador. Sin ir más lejos, tal es la cuestión que embarga también el ánimo del escritor estadounidense John Cheever (1912-1982), cuyos Diarios (Emecé) acaban de editarse simultáneamente al castellano, y en los que, de la primera página a la última, hay dramáticas preguntas sobre el hipotético valor literario de su obra. Establezco la comparación entre este par de escritores, de diferente país y generación, porque, en principio, no tienen otra cosa en común que esta ansiedad acerca de su respectivo talento.

Pero hay otra coincidencia, que, curiosamente, opera en ambos como una suerte de "carta robada", esa misma que afecta a toda la literatura autobiográfica desde que Rousseau, con sus Confesiones, levantara la veda de airear la intimidad de los intelectuales, esa clase profesional que tomó una insospechada importancia en el mundo contemporáneo. Paradójicamente, el naipe escondido en estas dos personalidades, tan de suyo diametralmente opuestas, aunque es constantemente verbalizado por ambos, nunca es relacionado con el hecho vacacional de haberse convertido en escritores. Me refiero a la condición de judío de Schnitzler, que era ya un inquietante problema en la década de 1880 en la mítica Viena fin de siècle, y la condición de reprimido homosexual de Cheever, respetable padre de familia y creyente religioso en el ecuador del siglo XX. Aunque, en la actualidad, la estigmatización de judíos y homosexuales haya perdido la perentoria vigencia de antaño, no está de más -sobre todo, por cuanto, ni siquiera los propios implicados parecen reparar en ello, como es el caso- recordar el aforismo de Gottfried Benn: "El arte es una ocupación de cincuenta personas, de las cuales treinta no son normales".

El que tan agudos analistas de la realidad no perciban que precisamente el rechazo inapelable de ésta es probablemente la razón de ser de su necesidad de inventarse un mundo personal, nos da la medida de cómo el género autobiográfico es útil para cualquiera menos para quien lo practica. En este sentido, la larga retahíla de conquistas femeninas que inventaría Schnitzler como avezado picaflor de este jardín vienés en el que le tocó vivir nos conmueve por su irrelevancia, lo mismo que la inacabable lista de culpas acumuladas por el puritano escritor americano, autoflagelado por ser sexualmente ambidextro, si bien reprimido en cualquier dirección, beber más de la cuenta y no triunfar con la debida celeridad. O sea: que sus confesiones nos emocionan por lo más impremeditado para sus autores. Sorpresa.

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