'Retrato de una infanta', de Juan de Flandes
La fuerza -mi fuerza-: la de la semblanza. Conocida en la semejanza sin ser reconocida, pues nadie guarda memoria de los rasgos que trazaron mi figura. Detenida. Detenida en la imagen, una de ellas, conocen de mí lo que no fui salvo para la mano que guió el pincel sobre el lienzo -¿o era una tabla?-.
He muerto hace tiempo, hace mucho tiempo. Quien apresó mi imagen también pintó el retrato de Isabel, la católica reina de Castilla. Nada queda, en el mundo, de los gestos que realicé, de mi forma de andar, ni de aquello que vieron mis ojos. ¿Qué causa el placer que halláis en contemplarme? ¿Acaso creéis que os lo produzco yo? Os equivocáis. No es el candor, ni esos rasgos que juzgáis tan hermosos y serenos -casi exóticos, decís- no, no es nada de eso, sino la idea que albergáis de que esos rasgos fueron los de una joven, lo que os absorbe es la semejanza que suponéis guarda con ella el retrato. El placer de la forma descansa en esa aproximación entre lo inerte y lo vivo, y esa suprema metáfora sella el idilio entre el mundo real y el imaginado, entre vuestro miedo y vuestra esperanza. Pero os equivocáis. Quien quiera sorprenderme evocando a la adolescente en el rubor de inocencia en mis mejillas o en la flor que se marchitó en mis manos se equivoca. Yo no soy nada de eso. Nadie puede alcanzarme. Nada soy más allá de lo que ven en el lienzo -¿o era una tabla?- que contemplan. Lo pintó Juan de Flandes. Entre usted y él -que para usted es poco más que el nombre de un pintor y una nota biográfica-, entre usted y usted, por tanto, me estáis inventando. Yo soy mi retrato.
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